Para los cuatro gatos que lo hayan leído y no les cuadren los números, sí, he borrado el último capítulo porque me arruinaba el hilo argumental como el desvío innecesario que era. ¡Un error por mi parte! Me fustigo, me fustigo, corramos un tupido velo con la sangre que le arranca la fusta a la piel.
Lo dejamos en Kamar-Taj con el cuarto kamar-tajero de Strange recién estrenado, la ventana recién destrozada y un Mordo muy agresivo dándole a Oma porque es un cuadrado de mucho cuidado.
Lo dejamos en Kamar-Taj con el cuarto kamar-tajero de Strange recién estrenado, la ventana recién destrozada y un Mordo muy agresivo dándole a Oma porque es un cuadrado de mucho cuidado.
El fruto del bien y del mal.
Nadie le tenía lo que el diccionario define como cariño a nuestra chica de cristal en Kamar-Taj. Quitando de la ecuación a la siempre enigmática Anciana, Mordo el rey de "el mundo es blanco y negro" y otros cuatro gatos mal contados, el que más y el que menos le había rimado algún pareado tal que así:
- Espejo, espejo mágico, dime una cosa,
¿tiene mi churri una relación amorosa?
- Hay una legión de sátiros y piratas
que de bar en bar le gritan: "¡guapa!".
De modo que ya no era que el manifiesto de Mordo advirtiera sobre la reliquia maligna, es que cruzarse con ella equivalía a hurgar en el baúl de los recuerdos donde cualquier tiempo pasado es una vergüenza mayor. Por tales esonohapasadonomemires motivos a la pobre ni le extrañó ni la sobresaltó que Mordo le vociferase por nada cuando la pilló con el rojo líquido chorreándole por los dedos, los codos y los dientes. Era el pan suyo de cada día.
- ¿¡Te has comido toda la remolacha?!
Él parpadeó, y donde antes se arrodillaba ella ahora se levantaba, descalza sobre un charco carmesí recién llovido, una pálida niña chica que ni seis años contaría de grandes ojos verdes a la que ni el peor de los salvajes se atrevería a levantar la mano ni regañar. Lástima que Mordo ya se hubiera habituado a ilusiones diabólicas y no funcionara la cosa.
Curioso cuanto menos que le protestara también porque saquease la despensa cuando eso era infinitamente mejor que lo que leía en ese peligro andante que había adoptado el nuevo como quien compra una ganga: un Quiero devorarte en letras grandes. Y no en sentido figurado, de pies a cabeza y viceversa. Salivaba cada vez que se cruzaba en su visión directa o periférica, lo veía en su... boca. Claro que ahora estaba mascando la carnosa verdura y no hacía el mismo efecto.
Mordo torció el morro, parecía que el astuto y reflexivo plan de sermonearla sin tregua ni cuartel no estaba dando frutos. Quizá la animadversión instintiva no fuera el enfoque adecuado. Al fin y al cabo la culpa no era suya, por maligna que fuera. La culpa no es de la pistola, sino de la mano que la empuña.
- ¿Que te vas a chivar a mi amo? - ñom, ñom - ¿Eso no repercutirá en la imagen santurrona que quieres darle?
Iba a abrir la boca, en su lugar frunció los torcidos morros. Ese árbol no es que no diera frutos, es que estaba seco, talado y en llamas. El único fruto ardiente que sacaría sería el humo de acabar pegándose con la bicha, y eso sí que repercutiría en su imagen. A los demás les funcionaba la ley del silencio, ni idea de por qué él se veía obligado a innovar. ¡Media vuelta!
- ¡Eh! - inquieta voz a sus espaldas - ¿Ya está?
Como que sabía a poco.
El hechicero, de espaldas, esbozaba una sonrisa de oreja a oreja, satisfecho sabedor de que no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio. Por otra parte, si bien la carne de la pequeña y tierna Oma apenas cumplía los seis años de un infante, su mente milenaria era sabedora de otras muchas cosas.
Sabía, por ejemplo, que él sonreía. Sabía deductivamente hablando de sus planes acusicas. Sabía que él sabía que a esas horas el buen doctor se recogía en su celda. Sabía que, en esos precisos instantes, nuestro Estefano invertía su todavía valioso pero ya no tan escaso tiempo libre en cerrar una ventana del ordenador portátil tras otra, aunque el detalle de que se planteaba o desinstalar el reproductor de películas o vetarle su uso se le escapaba.
Sabía que cerraba Enredados, cerraba La sirenita, cerraba Pulgarcita... Con Blancanieves frenó el cliquicliclí del índice más rápido del oeste a escaso milímetro del ratón. Exhaló presto un ¡aaah! al aire vacío y la cerró también. Aquello era un no parar de cerrar. También sabía todo cuanto había por saber de lo que su recién descubierto síndrome de Diógenes había desencadenado en dicha celda.
- Ay, Mordo...
El aludido detuvo el paso. Era la voz de la Anciana a sus espaldas, y aun conocedor de que no debía, giró el cuello. Él sabía (y ella sabía que él sabía que lo sabía) que era una copia. Aquella plácida sonrisa que su paciente mentora tantas veces le había dirigido para amonestarlo con cariñoso desenfado era mentira. Pero qué copia tan perfecta.
- No hagas eso. - un malestar...
- Todavía te queda tanto por aprender, Mordo... Tus buenas intenciones te impiden ver que ya no te comportas con justicia.
- Cállate, no hables con esa voz.
- Examina tus sentimientos, sabes que lo que estás haciendo es discriminación.
Y la mentira lo abandonó ahí mismo, con alegres zancadas absolutamente fuera de personaje, gustosa de hundirlo en la repetición de esa sola palabra en su mente: injusticia. Unos minutos de margen como mínimo.
Para cuando la reliquia medio humana pasó por la puerta, el buen doctor ajeno a tanto juego de sabiduría llevaba tantas pestañas cerradas que ya ni sabía para qué había cogido el ordenador. Por no saber, no sabía ni si aceptar el pacto tácito de tomar la responsabilidad de su reliquia había sido un error o un grandísimo error. Aturdido, pegó un respingo al notar el tacto helado de unos dedos suaves, cuyas manos le ascendieron coquetas por pecho y cuello y mentón y mejillas hasta taparle los ojos, provocándole escalofríos por el caminito. Podría haberle dado un manotazo perfectamente. No lo hizo.
¿Cómo reconoces una cosa que se toma libertades metamórficas? Por la temperatura. O, en su defecto, porque ni su novia en sus mejores épocas le ponía las manos encima de aquella manera. La lluvia había comenzado a derramar su transparente cabellera sobre los tejados cuando, por fin, separó los cubitos de hielo que tenía por dedos de sus párpados y le mordió la nariz. Era terriblemente cariñosa.
- Ibas a escribirle a tu Critinita.
Y aterradora.
Con sus ojos de Yo lo sé todo y su sonrisa de Si quieres te suelto estadísticas, Oma giró sobre los talones, bailó los iris y evaporó el rostro. Primero el rostro, después el cuello, y de ahí a torso, extremidades, glúteos cuyas células se formaban en un remolino de átomos que emanaba de esa carne mágica como el vapor hasta convertirse en una versión risueña del amo del teclado. Que el verse a sí mismo pateando la caja de las maravillas de debajo de la cama entre giros y meneos de cadera no fuera lo más reseñable de su semana era una cosa terrible, terrible.
Como si la metamorfosis fuese lo mismo que tararear, mientras los músculos se le hinchaban se dedicaba a tapar con paños los agujeros de la ventana que alguien había prometido reparar “mañana”. ¿Le preguntaría qué pasaba o se quedaría callado? ¿Había aprendido algo de la convivencia?
- ¿Qué haces? - No.
Su misma imagen le guiñó el ojo, o por lo menos lo intentó. También era harto interesante echarle un vistazo al aspecto que tendría si sufriera el sistema sicomotriz de un espejo. De la caja de las maravillas de Oma que era de maravillas más por la gloria de tener un amo poco quisquilloso con la normativa que por el contenido en sí (que también), una mano igual a la suya extrajo una de aquellas reliquias que nadie usaba y por tanto aquello era rescate y no hurto. Una mano que no era la suya, porque no temblaba.
No, las sobrenaturales memorias con patas no mentían, puede que estadísticamente soliera subir una ceja o fruncir algún músculo facial cuando pensaba en ella. Sí, tengo escribirle a Palmer, pensaba Estefano Vicente Extraño.
Pensado y hecho. Las uñas presionaron con la pereza de la parsimonia una tecla tras otra, cada letra se saboreaba, y mientras tanto las otras manos, las que no eran suyas, acariciaban el cuello de un bastón dorado en forma de cobra. Ella sabía que él no miraría, ¿quién querría verse a sí mismo haciéndole mimitos a una inanimada barra de metal, por mucha forma de reina de las serpientes que tuviera? Una lástima, si él tuviera curiosidad como la tenía ella, si no padeciera la arrogancia del adolescente que desprecia lo que años antes adoraba como niño, le habría llamado poderosamente la atención.
- Tú te merecías el abandono aun menos que yo. – susurraba con amor, amor aderezado del desagradable chasqueo húmedo de los besos que le tensaba la espalda solo de oírlo porque con oírlo se lo imaginaba, la grave voz que no era la suya, y tampoco sonaba como cuando la oía grabada.
Si se hubiera girado, habría visto cómo los ojos de la cobra resplandecían. Un bastón también necesita amor.
Llamaron a la puerta, un toc, toc ante el que el doctor no hizo nada. El que no era él, sino ella, se cuidó muy mucho de ensombrecer el gesto y convertir la sonrisa en una línea cuando se adelantó para abrirla. Antes de que Mordo alcanzara siquiera a mirarle con la suspicacia que ya venía preparada para soltarle a la que era copia seguro que había decidido que no, que él era muy justo, le plantó la cabeza del bastón en el puente nasal que poco más y se lo parte.
- Tú eres muy justo.
A escasos milímetros de sus negras pupilas, las de la serpiente enrojecían.
- Tu sentido de la justicia es el correcto, no como el de los demás.
Del rojo al carmesí más brillante, los ojos de la serpiente resplandecían en los pozos oculares de Mordo. Este sonrió.
- Por eso vas a perdonar a los demás, no saben lo que hacen. Y mucho menos esa cosa.
Era un rayo de sangre fresca por derramar. La lengua de Mordo quería decir algo, pero los labios estaban tan ocupados sonriendo…
- Alguien tan justo tiene asuntos mucho más importantes que hacer que preocuparse por esa cosa. El justo entre justos debería de olvidarse de esa cosa, esa cosa no es digna de su tiempo, solo los asuntos importantes son dignos de su tiempo.
Los ojos del réptil se apagaron lenta, muy lentamente. El que sin lugar a dudas era Stephen Strange bajó el bastón y le tendió la mano, Mordo la estrechó sin saber muy bien por qué. Se sentía como si su fuero interno hubiese quemado como el fuego y le hubiera llenado de brasas por dentro, pero ahí ya no crepitaba nada. Con un estremecimiento extraño, quizá respuesta a la frialdad interna, contestó un murmullo ininteligible al chascarrillo que no había oído y volvió sobre sus pasos sin saber adónde iba.
El único y verdadero doctor había acabado el mensaje, más corto de lo que debiera, para cuando su imitación cerró la puerta. Al girarse encontró a Oma envuelta en una nube de partículas que casi parecía niebla, lo que había sido la réplica del cuerpo médico. Oma besaba la boca de la cobra con los ojos cerrados, y por las neuronas del protagonista revotó como una sombra la imagen de una de las pestañas que había cerrado. Esa criatura que le adoraba abrió un ojo que orbitó en su dirección y se rió.
- Tienes cara de no haberte enterado de nada. - dijo, sin dejar de acariciar la curva de la corona del bastón - ¿A que te da igual?
En ocasiones el buen doctor pensaba que entre ellos no había necesidad de palabras, por lo menos por su parte. Lo que no era ni bueno ni malo si no se pensaba en las perspectivas.
Oma guardó el bastón reptiliano y en su lugar se sacó una lustrosa manzana de no se sabe dónde, pero ¡calamidad! No alcanzó su boca, su doctor se la quitó. Tener posesiones para esto. Claro que había necesidad de palabras, vaya si las había. Strange que muy bien, que qué le había hecho esta vez. Pues lo mismo que le haría Mordo a ella si pudiera. ¡Pero qué fijación es esta con el pobre! Pero ella que solo tengo fijación contigo. Strange que no entiende tanto odio. Oma que ni desprecia ni ama a nadie que no sea su amo. Y Strange se calla. Y a ella no le hace falta responder que no, si no fuera su dueño ni le miraba. Se limita a sonreírle malamente.
Así que Strange pasa muy fuerte de la niña y se marcha a la biblioteca dando grandes zancadas seguidas de cuatro saltos para no mojarse de lluvia más de la cuenta. La interesada le sigue, fijo que única y exclusivamente por la manzana que sigue en su temblorosa mano, rezongando que qué más quiere leer, si hasta durmiendo lee la pobre alma astral en desgracia de los libros y como Oma solo duerme cuando él lo hace la tiene en un sin vivir. Pues ahora la fruta era suya.
Una vez dentro con la satisfacción del pedazo de manzana en la boca y el berrinche de Oma en los oídos, sin embargo, se percató de que efectivamente ya se lo había leído todo.
- ¡Te comeré un brazo! - gemía la tragaldabas.
La mirada del buen doctor se paseó entonces por las hileras de libros encadenados. Una acción, una repercusión: a la hambrienta se le pintó en la cara una sonrisa con todos sus dientes.
- Ese no lo has leído~.
Continuará...
Han pasado 168 años. Desde que empecé con los episodios y el trabajo... pero seguir actualizando sigo, ¿eh? De Pascuas a Ramos, pero sigo. XD
Echaba de menos volver a leer una narración tuya y tu uso de las palabras para describir expresiones, sucesos y personajes. Hasta serpientes. Como siempre me ha encantado el episodio.
ResponderEliminarYa lo tenías olvidado, admítelo. XD
EliminarNo, me acordaba de el fanfic y de Oma. Otro asunto es que me acordará donde lo dejaste. xDD
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