Si el anterior capítulo y la Dracofilia en sí nos enseña algo es que amor no tendrá barreras, pero cuando él mide un edificio y tú no, como que da más problemas. Sin embargo, ni barreras ni obstáculos significan nada para Ruibarbo y Canela. Porque él es un dragón y ella no tiene moral.
La mejor combinación.
Soy fiel defensora de la idea de que ya puede ser hombre, mujer, caballo o león, si tiene el intelecto de un ser humano adulto, puedes enrollarte con él. E incluso mantener una relación de casto y puro romance. De hecho, tiempo antes de ser absorbida por mi amada fantasía medieval de turno me había gozado un juego de citas de palomas en el que caí a las patas de un profesor palomo, una tórtola falta de cariño y una perdiz psicópata. Lo que quiero decir es que ya iba con la mente y el corazón abiertos de serie, que soy más rara que un perro verde, que yo, por amor, voy más allá del furry.
Pero no era el amor sin fronteras ni decencia lo que me ocupaba el cerebro la primera semana que pasé junto a Ruibarbo. Estaba más enfocada en disfrutar del momento antes de que me matara sin querer. Me gustaría decir que me armé de valor para sobreponerme al calvario físico, que salí del paso como la mejor heroína que te puedas echar a la cara con el ingenio por única arma y herramienta. Incluso preferiría lloriquear con que sufrí al pensar en la poquita gente a quien atormentaría mi desaparición, por más que a casi nadie le guste una protagonista quejicosa. Sin embargo... sería faltar a la realidad, que ya era fantasiosa de por sí como para que venga yo ahora a aliñarla con la salsa de la mentira. Ninguna de esas dos opciones pasó por mis sesos, a ratos embotados por la resaca de la adrenalina. No, no estaría enamorada hasta las trancas de ese flamante marido, sin duda más de una vez y de cien me quedaba paralizada ante sus caricias por puro miedo al aplastamiento. Pero la cosa es que no era difícil dejarse llevar.
Ruibarbo dormía conmigo como si fuera su peluche, con nefastas consecuencias para mi columna vertebral. Me acercaba el hocico para golpearme juguetonamente por detrás, o me mordía el pelo con la punta de esos dientes blancos como un caballo cariñoso. Al acariciarle las escamas que le hacían de barba él cerraba los ojos como si tuviera un sistema nervioso instalado en aquella dureza. Podía abrazarle esa cabeza de mi estatura entera y él me regalaba un sonido que solo podría calificar de ronroneo a máxima potencia. Qué puedo decir, me derretía.
Se comportaba como si me amase. Me conocía de hacía veinte segundos y me mimaba como si valiese un cubo de diamantes, se desvivía por aprenderse el manual de cuidados básicos humanos y colmarme de un afecto que cualquier día me dejaría hecha huesos, carne y sangre espachurrados por el suelo. ¿Por qué? Si yo debía de ser prácticamente una cucaracha para él. ¿Era una especie de juego sádico popular entre su especie? ¿Si te encuentras comida dracofílica, primero juegas con ella y luego ÑAM? La vida de un dragón debía de ser mortalmente aburrida.
- ¿Canelita? - me inquiría el sordo gruñido de su cavernosa voz sensual.
- ¿Sí, Ruibarbo de mi ensaladilla?
- ¿Cada cuánto comen los humanos?
- Mmm, unas cuatro veces al día.
- ¿Tanto? - por lo visto el metabolismo del dragón medio es tan lento como el del dragón de Komodo, con comer unas doces veces al año ya sobrevive - ¿Y qué comen?
- Pues car...
Y no había terminado de pronunciar la última sílaba que ya me había dejado con el resto de la información vital en la boca, desplegando las alas para salir de un brinco por un tremendo agujero circular que había en el techo. Ahí descubrí tres cosas: que la poca luz que bendecía mis pupilas emergía de ahí, que a juzgar por el enladrillado estábamos en una mazmorra y que la única salida disponible era esa dragonera. Poco después volvió con una vaca que incineró delante de mí con mucho orgullo y satisfacción. Después de un ratito de machaconería al más puro estilo maternal con que comiese, que estaba en los huesos, mientras mi persona se mecía en un rincón abrazándose las piernas, hablamos en profundidad de cómo se cuida a un ser humano como Dios manda.
¿Podría haber aprovechado el rato que me dejó sola para explorar y descubrir más cosas? Podría. Y también podría haberme llovido café, pero no pasó. Al principio intenté usar el paraguas por bastón y remover la riqueza aquí y allá para facilitarme el paso. Al primer tropezón y grito asalvajado al aire por mi parte desistí. Si es que a mí me dolía hasta respirar y ¿qué tenía? Mi único "equipamiento", por llamarlo de alguna manera, eran un paraguas, el guante de látex de la biblioteca que me duraría tres arañazos y lo que llevaba puesto, es decir, una blusa blanca con sujetador a juego desgarrados de cabo a rabo, unos vaqueros clásicos, un cinturón de cuero sintético negro y unas deportivas desgastadas, además de mi gargantilla de oro y los pendientes. Vestimenta que estaba bastante bien dadas las circunstancias, pero de poco me servían si quería caminar por los bordes de la mazmorra sin hundirme en el mar de oro. Esto me amargó bastante, ya que lo único bueno de esta fantástica situación era Ruibarbo, y me había dejado sola. Así que no me quedó más que aburrirme.
No obstante, moverse dejó de ser un problema más bien pronto. En cuanto Ruibarbo supo que necesitaba agua para vivir, me solicitó muy amablemente que me metiese en su boca.
- Ay, no. - no sabía qué formas podrían tomar los fetichismos de los dragones, pero no.
- Ay, sí.
Cuando un lagarto gigante te abre la bocaza por segunda vez consecutiva en tu vida no hay estrategia, solo instinto. ¿El mío? Emular a mi espíritu animal, el conejo. Lo único que hice, ya en el lecho de papilas gustativas, fue colocar el paraguas en posición vertical a ver si se atragantaba por lo menos y a mí en posición fetal y decirme a mí misma que bueno, que me quiten lo bailao. Por suerte para mi poca fe en la estrella que tengo y para la integridad del quitalluvias, Ruibarbo ni terminó de cerrar la boca ni pretendía hacerme un tour por su tracto gastrointestinal, sino que en lugar de tragar echó la hilera de dientes por cerrojo, traspasó la dragonera y, automáticamente después, me escupió fuera.
Primero el metabolismo de un dragón de Komodo y ahora el método de transporte de una madre cocodrilo, Ruibarbo no dejaba de sorprenderme. No era el mejor método del mundo y me había dejado hecha una piltrafa ensalivada, pero quién soy yo para juzgar a un animal fantástico.
Parpadeé una vez. Dos. Tres. A la sexta empecé a ver... y abrí la boca.
Resultó que, efectivamente, el rico dormitorio de mi dracomaridito era una mazmorra como doce campos de fútbol de grande, y no una mazmorra cualquiera, sino la de un castillo gótico muy poco convencional. No tenía puertas ni escaleras. En realidad, no tenía más que un piso propiamente dicho, increíblemente espacioso. Los altos techos picudos se alzaban hacia el cielo como con la intención de rascarlo, las paredes, gruesas como muros inexpugnables, daban paso de una gran sala a otra por medio de semicirunferencias tan amplias como la dragonera que agujereaba el suelo. Parecía que el arquitecto hubiese tenido en cuenta las hechuras de mi hermoso saurio alado. En realidad, absolutamente todo lo que componía esa espléndida edificación parecía tenerlo en mente, empezando por el espacio y terminando en el ornato.
Si bien el mobiliario básico brillaba por su ausencia, me impresionó el detallismo de la decoración que abarrotaba cada pared y cada esquina, ya con murales, ya con estatuas, retablos y tapices. Todo muy eclesiástico. Las ventanas, tan inmensas como todo lo demás, eran vidrieras policromadas cuyos colores hermoseaban hasta la propia luz del sol. Tanto el arte de las paredes como el de los cristales giraban en torno a la temática de los dragones. Solo en la sala de la dragonera, el vitral que hirió mis pupilas desacostumbradas a lo que no fuera penumbra con su juego de luces representaba las delicadas formas de un dragón negro en pleno descanso, tumbado como un león en plena siesta sobre unas suaves montañas doradas. Por encima de su cabeza había un cielo estrellado y varias lunas menguantes. Lo tomé como algo simbólico, porque eso sería un mundo de fantasía, pero en seguida comprobé que luna solo había una.
También me impresionó la escasa cantidad de polvo que había en general, apenas una capa de una semana a lo sumo. Pasé el dedo alegremente y apenas me manché. En realidad, creo que yo manché más de lo que fui manchada. No le di mucha importancia, un error por mi parte.
El número de estancias no pasaba del número mágico, tres: la punta izquierda, donde se hallaba la dragonera, la derecha, donde el vitral dibujaba a un dragón volando sobre un prado de manzanos y luego vi que daba paso al jardín, y la central, la descomunal, la sin duda predilecta del arquitecto. Casi parecía el interior de una catedral levantada en pleno arte gótico, pero sin el casi. Disponía de una intrincada alfombra de terciopelo granate con bordados de ascuas aquí y allá, más vidrieras que las dos estancias laterales juntas donde se contaban unas cincuenta facetas distintas de la vida idealizada de un dragón como si de un santo se tratase (juro que vi hasta halos) y, en el fondo de todo, al final de un tramo de cinco o seis escalones engalanados por la alfombra y lo que parecía una tarima con la ventaja de la altura del tamaño de un patio de colegio, un relieve desmedido donde habían esculpido a lo que ya solo podía calificar como un Ruibarbo a escala real en ¿obsidiana? Era una pared negra, brillante y perfectamente trabajada.
Mojada, pegajosa, después de haber explorado con lentitud para empaparme de algo más que de saliva y de ensuciar la belleza con mis pisadas, quise acercarme a verlo mejor. Era Ruibarbo, ese relieve era Ruibarbo. Su gemelo de piedra preciosa echaba una vaharada de fuego sobre los brazos extendidos de una multitud de formas humanas que ardía entre lamentos gestuales, en contraste con la multitud del lado contrario a la llamarada, que sonreía, juntaba las manos y parecía agradecerla. Tenían orejas puntiagudas. ¿Elfos? ¿Aquí había elfos? ¿Elfos de los altos, guapos y racistas? Le habría dado más vueltas de no haberme sobresaltado al ver, de pronto, una mujer bajita, pechugona y horrorosa ante mí.
Qué vergüenza, era yo. Maldita miopía.
Pero cuanto más me acercaba, menos parecía ser yo. Ante la superficie reflectante de la oscura piedra, mi copia me devolvía una incrédula mirada.
No soy la típica protagonista que se cree feúcha y luego es una belleza ultraterrena. Ni lo uno ni lo otro. Casi siempre me he considerado guapetona. Tengo la altura femenina estándar, ni alta ni baja (por más que el mundo y la miopía intenten convencerme de lo contrario), estoy delgada sin rozar lo flaca, curvilínea, con algún michelín aquí y allí, con pechonalidad, caderas anchas, manos de pianista y pies esbeltos más bien pequeños. Soy más blanca que la leche desnatada y mi cabello es tan negro como las escamas de ala de cuervo que simulaba la obsidiana, castaño oscuro cuando le da el sol. La cara, ovalada, equilibrada, de cejas arqueadas, orejas y nariz pequeñas, ojos grandes y boca mediana de labios rosas, el superior más fino que el inferior, con forma de corazón.
Todo ello seguía ahí, en mi reflejo. Las pestañas abundantes pero cortas por culpa de las gafas, el pelo a la altura de los hombros, escalado, porque lo tengo tan espeso que o lo escalo o no hay quien lo seque, el mechón rebelde del flequillo, que siempre se me sube como una pluma levantada, las hondas ojeras con las que Dios me trajo al mundo para que este notase la cuenca hundida, ahora acentuadas. Mi palidez habitual había evolucionado a mortecina y tenía más aspecto de enferma terminal de lo normal, lo cual entraba dentro de lo esperable. Pero no era yo.
Yo no tenía esos socavones como albaricoques en la carne, encendidos, quemados. Yo no tenía una suerte de riachuelos escarlata recorriéndome el sistema circulatorio de la punta del dedo al corazón. Y, por encima de todo, yo no tenía esos ojos. Mis iris eran del color del mar de las playas de Bolonia. Los de esa horrenda copia que me compadecía con su asquerosa mirada eran carmesíes, con una nube de motas moradas y ambarinas desperdigadas alrededor de la pupila. Yo no era pesadilla.
- Canelita.
Ruibarbo me llamaba desde el centro de la gran alfombra, más allá del tramo de escalera. Me miraba con esa expresión tan impasible como indescifrable tan propia de un reptil sapiente, que decidí interpretar como un Y ahora qué te pasa. Sin pensarlo siquiera, los índice y corazón que la luz y esas venas como tatuajes horteras me gritaban que no eran míos palparon las inmediaciones cárnicas de uno de los socavones, procurando, aun en la inconsciencia, no provocarme más daño. Tenía el aspecto extrañamente sano del buen cicatrizar que, positiva de mí, decidí juzgar como una alucinación inducida sin duda por una más que coherente infección.
- Nada. - respondí a la pregunta que nadie había hecho - De cualquier forma, si no me matas tú lo hará la infección.
- Yo no pienso matar a mi esposa. - dijo como muy ofendido.
- Pues la infección.
Ahí mi lagarto que no hacía cosas raras con la lengua volvió a encerrarme entre sus fauces y me ensalivó entera mientras se movía cual gallina a la que le lanzan granos de maíz. Creo que no pasaron cincuenta segundos cuando me escupió a lo bestia en las aguas demasiado profundas de un río.
- ¿¡Por qué?! - grité nada más sacar la cabeza a la superficie.
- ¡Lávate!
OhporDios, quería que me desinfectase.
No, no era que Ruibarbo, simple y llanamente, se aburriese. Aunque sin duda se aburría horriblemente. Me quería. Me quería como un amante de los animales ama a un perro o a un gato o a un hámster desde el minuto uno de conocerlo, sincera e incondicionalmente, lo que a su vez significaba que le importaba un pepino quién fuera el dracofílico de turno que se le presentase en la mazmorra para alegrarle esa soledad que tenía por única compañera. Insultante, pero qué más daba, si esto redundaba en mi beneficio, miel sobre hojuelas. Yo, por mi parte, estaba fascinada con él. Sus aspecto, sus movimientos, su voz, hasta sus rugidos de impaciencia y su sobreprotección de madre primeriza. Cuando le vi volar por vez primera quise desmayarme del gusto.
De modo que en lugar de fijarme en los exageradamente bien podados jardines con manzanos y moreros y hasta huerta y río incluidos donde nos encontrábamos o en el tamaño de dos pueblos enteros de los mismos en los que me habría perdido sin mi dragón humanofílico, me dediqué a salpicarle y jugar y bañarnos y comer más sano que en toda mi vida sin pensar en el qué ni el cómo ni el por qué. Dejaba secar la ropa, medio harapos ya, en cualquier arbusto, para tomar el sol sin pudor junto a él. Comíamos a la lumbre de una hoguera que había suspirado él. Nos hacíamos carantoñas cuando intentaba arrancarle promesas de volar encima de su lomo en lugar de en su boca (que no, que me iba a matar). Yo era una Eva que jugaba a las casitas con un Adán escamoso, lo que viene siendo hermosamente estúpida y feliz. Qué puedo decir. Ruibarbo me había devuelto la alegría de vivir.
Así pasé junto a él mi primera semana. Así rompí en mil pedazos las fotos de mi pasado. Así me olvidé de mi nombre, de mis señas, cuándo y dónde, que fui antes de él.
Pero no de la curiosidad.
Cada día, a la hora de vuelo de mi Ruibarbo del alma mía, volvía al relieve de mi maridisaurio y le daba a lo que me quedaba de sesera, mascando una manzana o una pera o un puñado de moras enteras mientras miraba y miraba y las neuronas supervivientes a mi nuevo estilo de vida hedonista trabajaban. ¿Realmente estábamos en un castillo desierto? ¿Abandonado? ¿Con esa calidad jardinera? No era una conclusión muy complicada aquella a la que tenía que llegar, pero... Siempre me distraía el horror de mi reflejo y el trauma existencial. En esas estaba yo meditando, nuevamente, haciendo dibujos sobre la fina capa de polvo, cuando el estruendo de una respiración muy poco delicada me hirió los tímpanos.
Al otro lado de la sala había una mujer con un plumero en la mano, que me miraba fijamente. Alta, hermosa y más sola que la una. Esta vez la miopía no me engañaba.
Tenía las orejas puntiagudas.
Pero no era el amor sin fronteras ni decencia lo que me ocupaba el cerebro la primera semana que pasé junto a Ruibarbo. Estaba más enfocada en disfrutar del momento antes de que me matara sin querer. Me gustaría decir que me armé de valor para sobreponerme al calvario físico, que salí del paso como la mejor heroína que te puedas echar a la cara con el ingenio por única arma y herramienta. Incluso preferiría lloriquear con que sufrí al pensar en la poquita gente a quien atormentaría mi desaparición, por más que a casi nadie le guste una protagonista quejicosa. Sin embargo... sería faltar a la realidad, que ya era fantasiosa de por sí como para que venga yo ahora a aliñarla con la salsa de la mentira. Ninguna de esas dos opciones pasó por mis sesos, a ratos embotados por la resaca de la adrenalina. No, no estaría enamorada hasta las trancas de ese flamante marido, sin duda más de una vez y de cien me quedaba paralizada ante sus caricias por puro miedo al aplastamiento. Pero la cosa es que no era difícil dejarse llevar.
Ruibarbo dormía conmigo como si fuera su peluche, con nefastas consecuencias para mi columna vertebral. Me acercaba el hocico para golpearme juguetonamente por detrás, o me mordía el pelo con la punta de esos dientes blancos como un caballo cariñoso. Al acariciarle las escamas que le hacían de barba él cerraba los ojos como si tuviera un sistema nervioso instalado en aquella dureza. Podía abrazarle esa cabeza de mi estatura entera y él me regalaba un sonido que solo podría calificar de ronroneo a máxima potencia. Qué puedo decir, me derretía.
Se comportaba como si me amase. Me conocía de hacía veinte segundos y me mimaba como si valiese un cubo de diamantes, se desvivía por aprenderse el manual de cuidados básicos humanos y colmarme de un afecto que cualquier día me dejaría hecha huesos, carne y sangre espachurrados por el suelo. ¿Por qué? Si yo debía de ser prácticamente una cucaracha para él. ¿Era una especie de juego sádico popular entre su especie? ¿Si te encuentras comida dracofílica, primero juegas con ella y luego ÑAM? La vida de un dragón debía de ser mortalmente aburrida.
- ¿Canelita? - me inquiría el sordo gruñido de su cavernosa voz sensual.
- ¿Sí, Ruibarbo de mi ensaladilla?
- ¿Cada cuánto comen los humanos?
- Mmm, unas cuatro veces al día.
- ¿Tanto? - por lo visto el metabolismo del dragón medio es tan lento como el del dragón de Komodo, con comer unas doces veces al año ya sobrevive - ¿Y qué comen?
- Pues car...
Y no había terminado de pronunciar la última sílaba que ya me había dejado con el resto de la información vital en la boca, desplegando las alas para salir de un brinco por un tremendo agujero circular que había en el techo. Ahí descubrí tres cosas: que la poca luz que bendecía mis pupilas emergía de ahí, que a juzgar por el enladrillado estábamos en una mazmorra y que la única salida disponible era esa dragonera. Poco después volvió con una vaca que incineró delante de mí con mucho orgullo y satisfacción. Después de un ratito de machaconería al más puro estilo maternal con que comiese, que estaba en los huesos, mientras mi persona se mecía en un rincón abrazándose las piernas, hablamos en profundidad de cómo se cuida a un ser humano como Dios manda.
¿Podría haber aprovechado el rato que me dejó sola para explorar y descubrir más cosas? Podría. Y también podría haberme llovido café, pero no pasó. Al principio intenté usar el paraguas por bastón y remover la riqueza aquí y allá para facilitarme el paso. Al primer tropezón y grito asalvajado al aire por mi parte desistí. Si es que a mí me dolía hasta respirar y ¿qué tenía? Mi único "equipamiento", por llamarlo de alguna manera, eran un paraguas, el guante de látex de la biblioteca que me duraría tres arañazos y lo que llevaba puesto, es decir, una blusa blanca con sujetador a juego desgarrados de cabo a rabo, unos vaqueros clásicos, un cinturón de cuero sintético negro y unas deportivas desgastadas, además de mi gargantilla de oro y los pendientes. Vestimenta que estaba bastante bien dadas las circunstancias, pero de poco me servían si quería caminar por los bordes de la mazmorra sin hundirme en el mar de oro. Esto me amargó bastante, ya que lo único bueno de esta fantástica situación era Ruibarbo, y me había dejado sola. Así que no me quedó más que aburrirme.
No obstante, moverse dejó de ser un problema más bien pronto. En cuanto Ruibarbo supo que necesitaba agua para vivir, me solicitó muy amablemente que me metiese en su boca.
- Ay, no. - no sabía qué formas podrían tomar los fetichismos de los dragones, pero no.
- Ay, sí.
Cuando un lagarto gigante te abre la bocaza por segunda vez consecutiva en tu vida no hay estrategia, solo instinto. ¿El mío? Emular a mi espíritu animal, el conejo. Lo único que hice, ya en el lecho de papilas gustativas, fue colocar el paraguas en posición vertical a ver si se atragantaba por lo menos y a mí en posición fetal y decirme a mí misma que bueno, que me quiten lo bailao. Por suerte para mi poca fe en la estrella que tengo y para la integridad del quitalluvias, Ruibarbo ni terminó de cerrar la boca ni pretendía hacerme un tour por su tracto gastrointestinal, sino que en lugar de tragar echó la hilera de dientes por cerrojo, traspasó la dragonera y, automáticamente después, me escupió fuera.
Primero el metabolismo de un dragón de Komodo y ahora el método de transporte de una madre cocodrilo, Ruibarbo no dejaba de sorprenderme. No era el mejor método del mundo y me había dejado hecha una piltrafa ensalivada, pero quién soy yo para juzgar a un animal fantástico.
Parpadeé una vez. Dos. Tres. A la sexta empecé a ver... y abrí la boca.
Resultó que, efectivamente, el rico dormitorio de mi dracomaridito era una mazmorra como doce campos de fútbol de grande, y no una mazmorra cualquiera, sino la de un castillo gótico muy poco convencional. No tenía puertas ni escaleras. En realidad, no tenía más que un piso propiamente dicho, increíblemente espacioso. Los altos techos picudos se alzaban hacia el cielo como con la intención de rascarlo, las paredes, gruesas como muros inexpugnables, daban paso de una gran sala a otra por medio de semicirunferencias tan amplias como la dragonera que agujereaba el suelo. Parecía que el arquitecto hubiese tenido en cuenta las hechuras de mi hermoso saurio alado. En realidad, absolutamente todo lo que componía esa espléndida edificación parecía tenerlo en mente, empezando por el espacio y terminando en el ornato.
Si bien el mobiliario básico brillaba por su ausencia, me impresionó el detallismo de la decoración que abarrotaba cada pared y cada esquina, ya con murales, ya con estatuas, retablos y tapices. Todo muy eclesiástico. Las ventanas, tan inmensas como todo lo demás, eran vidrieras policromadas cuyos colores hermoseaban hasta la propia luz del sol. Tanto el arte de las paredes como el de los cristales giraban en torno a la temática de los dragones. Solo en la sala de la dragonera, el vitral que hirió mis pupilas desacostumbradas a lo que no fuera penumbra con su juego de luces representaba las delicadas formas de un dragón negro en pleno descanso, tumbado como un león en plena siesta sobre unas suaves montañas doradas. Por encima de su cabeza había un cielo estrellado y varias lunas menguantes. Lo tomé como algo simbólico, porque eso sería un mundo de fantasía, pero en seguida comprobé que luna solo había una.
También me impresionó la escasa cantidad de polvo que había en general, apenas una capa de una semana a lo sumo. Pasé el dedo alegremente y apenas me manché. En realidad, creo que yo manché más de lo que fui manchada. No le di mucha importancia, un error por mi parte.
El número de estancias no pasaba del número mágico, tres: la punta izquierda, donde se hallaba la dragonera, la derecha, donde el vitral dibujaba a un dragón volando sobre un prado de manzanos y luego vi que daba paso al jardín, y la central, la descomunal, la sin duda predilecta del arquitecto. Casi parecía el interior de una catedral levantada en pleno arte gótico, pero sin el casi. Disponía de una intrincada alfombra de terciopelo granate con bordados de ascuas aquí y allá, más vidrieras que las dos estancias laterales juntas donde se contaban unas cincuenta facetas distintas de la vida idealizada de un dragón como si de un santo se tratase (juro que vi hasta halos) y, en el fondo de todo, al final de un tramo de cinco o seis escalones engalanados por la alfombra y lo que parecía una tarima con la ventaja de la altura del tamaño de un patio de colegio, un relieve desmedido donde habían esculpido a lo que ya solo podía calificar como un Ruibarbo a escala real en ¿obsidiana? Era una pared negra, brillante y perfectamente trabajada.
Mojada, pegajosa, después de haber explorado con lentitud para empaparme de algo más que de saliva y de ensuciar la belleza con mis pisadas, quise acercarme a verlo mejor. Era Ruibarbo, ese relieve era Ruibarbo. Su gemelo de piedra preciosa echaba una vaharada de fuego sobre los brazos extendidos de una multitud de formas humanas que ardía entre lamentos gestuales, en contraste con la multitud del lado contrario a la llamarada, que sonreía, juntaba las manos y parecía agradecerla. Tenían orejas puntiagudas. ¿Elfos? ¿Aquí había elfos? ¿Elfos de los altos, guapos y racistas? Le habría dado más vueltas de no haberme sobresaltado al ver, de pronto, una mujer bajita, pechugona y horrorosa ante mí.
Qué vergüenza, era yo. Maldita miopía.
Pero cuanto más me acercaba, menos parecía ser yo. Ante la superficie reflectante de la oscura piedra, mi copia me devolvía una incrédula mirada.
No soy la típica protagonista que se cree feúcha y luego es una belleza ultraterrena. Ni lo uno ni lo otro. Casi siempre me he considerado guapetona. Tengo la altura femenina estándar, ni alta ni baja (por más que el mundo y la miopía intenten convencerme de lo contrario), estoy delgada sin rozar lo flaca, curvilínea, con algún michelín aquí y allí, con pechonalidad, caderas anchas, manos de pianista y pies esbeltos más bien pequeños. Soy más blanca que la leche desnatada y mi cabello es tan negro como las escamas de ala de cuervo que simulaba la obsidiana, castaño oscuro cuando le da el sol. La cara, ovalada, equilibrada, de cejas arqueadas, orejas y nariz pequeñas, ojos grandes y boca mediana de labios rosas, el superior más fino que el inferior, con forma de corazón.
Todo ello seguía ahí, en mi reflejo. Las pestañas abundantes pero cortas por culpa de las gafas, el pelo a la altura de los hombros, escalado, porque lo tengo tan espeso que o lo escalo o no hay quien lo seque, el mechón rebelde del flequillo, que siempre se me sube como una pluma levantada, las hondas ojeras con las que Dios me trajo al mundo para que este notase la cuenca hundida, ahora acentuadas. Mi palidez habitual había evolucionado a mortecina y tenía más aspecto de enferma terminal de lo normal, lo cual entraba dentro de lo esperable. Pero no era yo.
Yo no tenía esos socavones como albaricoques en la carne, encendidos, quemados. Yo no tenía una suerte de riachuelos escarlata recorriéndome el sistema circulatorio de la punta del dedo al corazón. Y, por encima de todo, yo no tenía esos ojos. Mis iris eran del color del mar de las playas de Bolonia. Los de esa horrenda copia que me compadecía con su asquerosa mirada eran carmesíes, con una nube de motas moradas y ambarinas desperdigadas alrededor de la pupila. Yo no era pesadilla.
- Canelita.
Ruibarbo me llamaba desde el centro de la gran alfombra, más allá del tramo de escalera. Me miraba con esa expresión tan impasible como indescifrable tan propia de un reptil sapiente, que decidí interpretar como un Y ahora qué te pasa. Sin pensarlo siquiera, los índice y corazón que la luz y esas venas como tatuajes horteras me gritaban que no eran míos palparon las inmediaciones cárnicas de uno de los socavones, procurando, aun en la inconsciencia, no provocarme más daño. Tenía el aspecto extrañamente sano del buen cicatrizar que, positiva de mí, decidí juzgar como una alucinación inducida sin duda por una más que coherente infección.
- Nada. - respondí a la pregunta que nadie había hecho - De cualquier forma, si no me matas tú lo hará la infección.
- Yo no pienso matar a mi esposa. - dijo como muy ofendido.
- Pues la infección.
Ahí mi lagarto que no hacía cosas raras con la lengua volvió a encerrarme entre sus fauces y me ensalivó entera mientras se movía cual gallina a la que le lanzan granos de maíz. Creo que no pasaron cincuenta segundos cuando me escupió a lo bestia en las aguas demasiado profundas de un río.
- ¿¡Por qué?! - grité nada más sacar la cabeza a la superficie.
- ¡Lávate!
OhporDios, quería que me desinfectase.
No, no era que Ruibarbo, simple y llanamente, se aburriese. Aunque sin duda se aburría horriblemente. Me quería. Me quería como un amante de los animales ama a un perro o a un gato o a un hámster desde el minuto uno de conocerlo, sincera e incondicionalmente, lo que a su vez significaba que le importaba un pepino quién fuera el dracofílico de turno que se le presentase en la mazmorra para alegrarle esa soledad que tenía por única compañera. Insultante, pero qué más daba, si esto redundaba en mi beneficio, miel sobre hojuelas. Yo, por mi parte, estaba fascinada con él. Sus aspecto, sus movimientos, su voz, hasta sus rugidos de impaciencia y su sobreprotección de madre primeriza. Cuando le vi volar por vez primera quise desmayarme del gusto.
De modo que en lugar de fijarme en los exageradamente bien podados jardines con manzanos y moreros y hasta huerta y río incluidos donde nos encontrábamos o en el tamaño de dos pueblos enteros de los mismos en los que me habría perdido sin mi dragón humanofílico, me dediqué a salpicarle y jugar y bañarnos y comer más sano que en toda mi vida sin pensar en el qué ni el cómo ni el por qué. Dejaba secar la ropa, medio harapos ya, en cualquier arbusto, para tomar el sol sin pudor junto a él. Comíamos a la lumbre de una hoguera que había suspirado él. Nos hacíamos carantoñas cuando intentaba arrancarle promesas de volar encima de su lomo en lugar de en su boca (que no, que me iba a matar). Yo era una Eva que jugaba a las casitas con un Adán escamoso, lo que viene siendo hermosamente estúpida y feliz. Qué puedo decir. Ruibarbo me había devuelto la alegría de vivir.
Así pasé junto a él mi primera semana. Así rompí en mil pedazos las fotos de mi pasado. Así me olvidé de mi nombre, de mis señas, cuándo y dónde, que fui antes de él.
Pero no de la curiosidad.
Cada día, a la hora de vuelo de mi Ruibarbo del alma mía, volvía al relieve de mi maridisaurio y le daba a lo que me quedaba de sesera, mascando una manzana o una pera o un puñado de moras enteras mientras miraba y miraba y las neuronas supervivientes a mi nuevo estilo de vida hedonista trabajaban. ¿Realmente estábamos en un castillo desierto? ¿Abandonado? ¿Con esa calidad jardinera? No era una conclusión muy complicada aquella a la que tenía que llegar, pero... Siempre me distraía el horror de mi reflejo y el trauma existencial. En esas estaba yo meditando, nuevamente, haciendo dibujos sobre la fina capa de polvo, cuando el estruendo de una respiración muy poco delicada me hirió los tímpanos.
Al otro lado de la sala había una mujer con un plumero en la mano, que me miraba fijamente. Alta, hermosa y más sola que la una. Esta vez la miopía no me engañaba.
Tenía las orejas puntiagudas.
Continuará...
La espera mereció la pena camarrada. Me ha gustado mucho el episodio y me han hecho gracia un par de párrafos en particular. Jajajaa Ruibarbo es todo un husbando escamoso y algo babosillo pero no podemos culparlo, cosillas que tiene ser un dragonzuelo.
ResponderEliminarEncima hay elfos guapos, altos y racistas. ¿Que mas se puede pedir?.
Me encanta que te encante, encantamiento elevado al cubo. 💕
EliminarSospecho que uno de esos párrafos predilectos es el de los elfos altos, guapos y racistas. ¿El otro tendrá algo que ver con las descripciones físicas y/o arquitectónicas? XD
El de la descripción física, como me conoces
EliminarTch, podría haber apostado todo mi dinero. XD
Eliminar¡El mejor capítulo hasta ahora! No me salen las palabras para expresar la emoción que siento en estos momentos, te has coronado.
ResponderEliminarAl fin sabemos como es Canela y su falta de... ¿egocentrismo? Vamos, un poco más y me describe a Venus, la diosa del amor.
Aunque me enternece los mimos brutos de Ruibarbo, se me hacen muy sospechosos, siento que se ha encariñado muy rápido. Me ha gustado la parte en la que describes el castillo y la confianza en el río comiendo frutos al abrigo de la hoguera improvisada del husbando dragón.
Ya quiero conocer a la elfa maid y a los profesionales de la jardineria que dejan a la sombra al mejor jardinero de Harvest Moon.
Ah, ¿y sabes qué?
Tengo mis macarrones. Por la mañana y por la noche.
Estaba preparada para los problemas, pero no para tamaña buena crítica. ಡ//ロ/ಡ
EliminarCanela se considera guapetona pero las consecuencias del libro transportista y del dragón con ganas de casorio me la han estropeado. Ella no soporta sus heridas pero yo creo que le dan personalidad. Y qué las venas encendidas tienen su punto. XD
Ruibarbo es un fetichista y lo acaba de descubrir. 7w7
Hay un ejército de sirvientes por ahí que tenemos que ver sí o sí. XD
El remate del tomate. De los macarrones. XD
Canela lo que tiene es fruta, fruta y más fruta. Pero mejor que una vaca incinerada. XD