El último capítulo de la Dracofilia nos demostró que, en esas raras ocasiones en que un monstruo descomunal se encapricha contigo, dejarse llevar es la mejor opción. Canela y Ruibarbo han vivido felizmente sus siete días con siete noches, pero una muchacha de orejas puntiagudas con un plumero en la mano se ha inmiscuido en su recién adquirida rutina. ¿Qué será de nuestra insignificante humana ahora que se ha encontrado con otro ser viviente mientras el dragón vuela por ahí fuera? ¡Vamos a verlo!
Miradme a la cara y decidme que no pensáis en alguien así cuando os sueltan la palabra "elfo".
La puntiaguda mujer me sostuvo la mirada tres segundos. Puede que fuera miope, pero esas orejas las veía. Entre otras cosas porque la pálida desconocida tenía el pelo más corto que un abrazo de suegro y más blanco que un oso polar rebozado en nieve, y como que resaltaban. Dejó caer el plumero, dio dos pasos atrás y rompió el aire con unos alaridos muy poco elegantes, cayendo de bruces al suelo, en parte gracias a la tracción de la alfombra cuando intentó poner pies en polvorosa, en parte por el impacto del corazón de pera que le lancé al cráneo, por los nervios.
Me pregunté a qué venía tanto drama, hasta que reparé en mi aspecto de bruja mala. Creo que mi práctica decisión de ir por la vida en mi vestido de Eva después de que los harapos en que se habían convertido mi camisa y prendas íntimas se me deshicieran en las manos al segundo lavado no daba la mejor primera impresión. Y llevaba una semana sin usar ni un triste peine. La pobrecilla estaba ahí sacudiéndose entre espasmos de un terror un poco exagerado, todo hay que decirlo, y yo por ahí con las greñas a lo loco, enseñando pechamen y venas encendidas. Como soy de natural compasivo y tenía la vergüenza y la culpabilidad activas después de haberle tirado un resto de fruta a la cara al primer humanoide que me había encontrado... en cueros, tomé uno de los tapices que había estado usando de manta cuando Ruibarbo no estaba para calentarme y me aproximé como una buena samaritana se acerca a un conejo.
Y mientras lo hacía, anudándome la tela como una toga, me asaltó una oleada de decepción. ¿Esa pobre cosita que se retorcía como si fuese a comérmela viva era una elfa? Era bellísima, por supuesto. Tenía las facciones armoniosas que cabía esperar y, quitando la longitud capilar, todo lo demás. Me sacaría dos cabezas, era esbelta, con el busto de una tabla de planchar. Todo en orden. Pero, no sé. Una señora convulsionándose por los suelos por ver a otra señora desnuda no era la imagen digna y elegante que tenía de la especie, por hermosura de estatua griega que la primera señora tuviera. Claro que me había pasado una semana con un señor dragón, mis expectativas ya no eran lo que fueron.
- Tranquila... - probé con la voz más dulce que fui capaz de entonar, repasando mentalmente el protocolo social con gente histérica... O con gente a secas - No voy a hacerte daño ni nada.
Me pregunté a qué venía tanto drama, hasta que reparé en mi aspecto de bruja mala. Creo que mi práctica decisión de ir por la vida en mi vestido de Eva después de que los harapos en que se habían convertido mi camisa y prendas íntimas se me deshicieran en las manos al segundo lavado no daba la mejor primera impresión. Y llevaba una semana sin usar ni un triste peine. La pobrecilla estaba ahí sacudiéndose entre espasmos de un terror un poco exagerado, todo hay que decirlo, y yo por ahí con las greñas a lo loco, enseñando pechamen y venas encendidas. Como soy de natural compasivo y tenía la vergüenza y la culpabilidad activas después de haberle tirado un resto de fruta a la cara al primer humanoide que me había encontrado... en cueros, tomé uno de los tapices que había estado usando de manta cuando Ruibarbo no estaba para calentarme y me aproximé como una buena samaritana se acerca a un conejo.
Y mientras lo hacía, anudándome la tela como una toga, me asaltó una oleada de decepción. ¿Esa pobre cosita que se retorcía como si fuese a comérmela viva era una elfa? Era bellísima, por supuesto. Tenía las facciones armoniosas que cabía esperar y, quitando la longitud capilar, todo lo demás. Me sacaría dos cabezas, era esbelta, con el busto de una tabla de planchar. Todo en orden. Pero, no sé. Una señora convulsionándose por los suelos por ver a otra señora desnuda no era la imagen digna y elegante que tenía de la especie, por hermosura de estatua griega que la primera señora tuviera. Claro que me había pasado una semana con un señor dragón, mis expectativas ya no eran lo que fueron.
- Tranquila... - probé con la voz más dulce que fui capaz de entonar, repasando mentalmente el protocolo social con gente histérica... O con gente a secas - No voy a hacerte daño ni nada.
Chilló como si la hubiera acuchillado.
- ¡...una bruja! ¡UNA BRUJA! - encima con mal contenido el gritito.
Ahí ya se me acabó la paciencia y le crucé la cara de un bofetón a mano abierta.
Lo bueno es que fue súper efectivo. Lo malo, que cinco elfas exactamente iguales a ella en aspecto, vestimenta y cobardía pero con escobas, cubo y fregona en lugar de plumero entraron justo en ese momento. Fregona se desmayó y cayó al suelo abrazada a su herramienta, las trillizas Escoba pusieron pies en polvorosa exitosamente y Cubo lo intentó, se resbaló con el trasto montando un sindiós de agua jabonosa y tuve que proceder a abofetearla a ella también.
Con un hormigueo en la palma de abofetear que se iba transformando en dolor a medida que me subía por el brazo, la oleada de decepción mutó a una onda estimulante. Me había olvidado de que seguía convaleciente del mordisco de fuego. ¿Era aquello... adrenalina? ¿Por unas mujeres con las orejas puntiagudas? Empezaba a comprender la adicción a los deportes de riesgo.
- ¡Hereje! - hipó la elfa Cubo. No tenía claro si estaba llorando, se había cubierto la cara de una buena mezcla de agua, jabón y hebras de alfombra - ¡Cómo osas profanar este suelo sagrado, apóstata renegada sin alma, sin sangre, sin entrañas!
- Parece que habláis español como Dios manda. - menos mal, yo era friki pero no llegaba a élfico - ¿Cómo te llamas?
- ¡Cómo osas poner a Dios en tu boca, impía, descastada, tuercebotas! - le vociferó a la alfombra - ¡Él te castigará, Él te castigará y arderás!
La zarandeé un rato, pero en lugar de calmarse se atragantó y tosió como si le sobrara un pulmón dentro, lo cual era más lógico que lo que me habían vendido en las películas, ahora que lo pienso. La desgañitada temblaba más que las hojas de los árboles cuando llueve, así que intenté frotarle la espalda, pero ella prefirió saltar como un resorte, correr me imagino que hacia la puerta pero sin saber realmente adónde porque la espuma en las córneas no es buena consejera y pegársela contra una columna tras resbalarse por segunda vez y volver al suelo con los estertores de un pez fuera del agua. Al final, con no pocos esfuerzos dignos de admiración, se arrastró hacia la puerta y la vi marchar a trompicones, sin dejar de condenar mi espíritu al tormento cuanto la garganta le permitía. Yo no había pasado del jardín ni del río, ni me lo había planteado. ¿Qué habría más allá de la puerta?
- Quintina. - oí susurrar a mis espaldas - Ella era la hermana Quintina, mi señora.
Madre mía de mi vida y de mi déficit de atención, me había olvidado de la única otra elfa consciente de la habitación. Seguía allí, medio acuclillada, quizá demasiado acobardada como para seguir los pasos de su torpe pero sin duda más determinada compañera. Solo entonces, después de tanto insulto mayormente religioso y demás señales obvias, reparé en que ese hatajo de histéricas vestían algo más que parecido a un hábito de monja sin toca. Esa mujer llevaba al cuello un colgante que resaltaba sobre la negrura de la tela, una cadena de bronce de la que pendía un medallón bruñido con la forma de una llama. Era monotemática esta gente. Los ojos grises de Plumero se atrevieron a hundirse en el mar carmesí que eran ahora los míos. Se estremeció. Natural.
- Yo me llamo Décimaaaa... - confesó al borde de las lágrimas.
Era un frágil aullido, tan débil, tan delicado, como la más tímida expresión del espanto ante la certeza de la propia muerte. Me estaban tratando como si fuera un monstruo despiadado devoraviudas y ya empezaba a tocarme la moral. Si era así como me trataban a Ruibarbo no me extrañaba que se hubiera enamorado de mí nada más ver que no huía despavorida.
- ¿Solo tenéis nombres numéricos? - se me ocurrió preguntar.
- Solo... - apretó los párpados y gimió, la muy - ¡Solo soy una plebeyaaaa...!
Le di la espalda, directa al jardín a aguardar a mi macho dragónico antes que el pitido de su voz me quebrara los tímpanos o los cristales de las vidrieras circundantes. Si esto era lo que podía ofrecerme la famosa raza superior podían escatimármela, con mi saurio me basta y me sobra. Quise gritarle a los perales: ¡Ruibarbo, Ruibarbo! ¿Tienes acaso un culto religioso élfico a tu cargo? ¡Ruibarbo! ¿Son tus esclavos? ¡Dime que son tus esclavos!, sabiendo de antemano que oírme no me iba a oír, pero así tenía más éxito comunicativo que con la pared lloriqueante que eran las elfas numéricas de dentro y cosas más raras se han visto. Como su existencia.
En la quinta sílaba me cortaron la respiración.
Un golpe seco en el costado izquierdo. Otro en la boca del estómago. Dos rápidos sobre la espalda cuando me doblé, cayendo sobre las rodillas. El paladar se me empapó de un sabor amargo. La hierba a mis pies cambió de color. Me cogieron del brazo, mis uñas se llenaron de su carne y mis oídos de sus insultos. Con la vista borrosa oteé las armaduras, las orejas, las lanzas que me habían golpeado.
Balbuceé. Se echaron hacia atrás, llevándose el borrón que serían sus manos al borrón que serían sus petos. El mundo daba volteretas. El palo de la lanza arremetió contra mis cicatrices. El universo se desplomó.
No perdí el conocimiento. Tampoco recuperé la lucidez. En un estado de completa apatía que me resultaba familiar presencié, como si fuese otra persona, cómo me maniataban, me arrastraban y embutían como el saco de patatas en que me habían convertido en un caballo bastante más amable. Permanecí así... horas. Ante mis ojos entreabiertos pasaba, fugaz, la imagen de la hierba, la tierra, las heces equinas, los cascos en movimiento del jamelgo y sus cuartos traseros. Eran castaños, era un caballo castaño, iba pensando. Durante todo el trayecto noté a intervalos más bien persistentes el guantelete picudo de uno de mis captores en distintas partes del cuerpo. ¿Para comprobar que seguía viva?
No rechisté. No me resistí. No gemí cuando esa falange metalizada se me hundía en las heridas. No sentía nada. Lo sentía todo.
La hierba boscosa pasó a ser tierra de camino, el camino, a empedrado. La luz del sol se había anaranjado. Comencé a ver pies bien y mal calzados, faldones de colores fríos, aburridos, escuché comentarios de sorpresa, de curiosidad, de morbo, y mucha aspiración de oxígeno. Todas las voces eran espantosamente melódicas, todo rostro que asomó a mirarme a una distancia que creyeron prudencial era básicamente el mismo. Vi miradas de asco, acompañadas de un gesto de repugnancia al que no hacían falta palabras. Oí palabras malsonantes sobre "la asimetría de mis rasgos" acompañados de unos ojos relucientes de lujuria. Así supe que me habían llevado a una ciudad. También descubrí que no sabían qué hacer conmigo.
- ¡...una bruja! ¡UNA BRUJA! - encima con mal contenido el gritito.
Ahí ya se me acabó la paciencia y le crucé la cara de un bofetón a mano abierta.
Lo bueno es que fue súper efectivo. Lo malo, que cinco elfas exactamente iguales a ella en aspecto, vestimenta y cobardía pero con escobas, cubo y fregona en lugar de plumero entraron justo en ese momento. Fregona se desmayó y cayó al suelo abrazada a su herramienta, las trillizas Escoba pusieron pies en polvorosa exitosamente y Cubo lo intentó, se resbaló con el trasto montando un sindiós de agua jabonosa y tuve que proceder a abofetearla a ella también.
Con un hormigueo en la palma de abofetear que se iba transformando en dolor a medida que me subía por el brazo, la oleada de decepción mutó a una onda estimulante. Me había olvidado de que seguía convaleciente del mordisco de fuego. ¿Era aquello... adrenalina? ¿Por unas mujeres con las orejas puntiagudas? Empezaba a comprender la adicción a los deportes de riesgo.
- ¡Hereje! - hipó la elfa Cubo. No tenía claro si estaba llorando, se había cubierto la cara de una buena mezcla de agua, jabón y hebras de alfombra - ¡Cómo osas profanar este suelo sagrado, apóstata renegada sin alma, sin sangre, sin entrañas!
- Parece que habláis español como Dios manda. - menos mal, yo era friki pero no llegaba a élfico - ¿Cómo te llamas?
- ¡Cómo osas poner a Dios en tu boca, impía, descastada, tuercebotas! - le vociferó a la alfombra - ¡Él te castigará, Él te castigará y arderás!
La zarandeé un rato, pero en lugar de calmarse se atragantó y tosió como si le sobrara un pulmón dentro, lo cual era más lógico que lo que me habían vendido en las películas, ahora que lo pienso. La desgañitada temblaba más que las hojas de los árboles cuando llueve, así que intenté frotarle la espalda, pero ella prefirió saltar como un resorte, correr me imagino que hacia la puerta pero sin saber realmente adónde porque la espuma en las córneas no es buena consejera y pegársela contra una columna tras resbalarse por segunda vez y volver al suelo con los estertores de un pez fuera del agua. Al final, con no pocos esfuerzos dignos de admiración, se arrastró hacia la puerta y la vi marchar a trompicones, sin dejar de condenar mi espíritu al tormento cuanto la garganta le permitía. Yo no había pasado del jardín ni del río, ni me lo había planteado. ¿Qué habría más allá de la puerta?
- Quintina. - oí susurrar a mis espaldas - Ella era la hermana Quintina, mi señora.
Madre mía de mi vida y de mi déficit de atención, me había olvidado de la única otra elfa consciente de la habitación. Seguía allí, medio acuclillada, quizá demasiado acobardada como para seguir los pasos de su torpe pero sin duda más determinada compañera. Solo entonces, después de tanto insulto mayormente religioso y demás señales obvias, reparé en que ese hatajo de histéricas vestían algo más que parecido a un hábito de monja sin toca. Esa mujer llevaba al cuello un colgante que resaltaba sobre la negrura de la tela, una cadena de bronce de la que pendía un medallón bruñido con la forma de una llama. Era monotemática esta gente. Los ojos grises de Plumero se atrevieron a hundirse en el mar carmesí que eran ahora los míos. Se estremeció. Natural.
- Yo me llamo Décimaaaa... - confesó al borde de las lágrimas.
Era un frágil aullido, tan débil, tan delicado, como la más tímida expresión del espanto ante la certeza de la propia muerte. Me estaban tratando como si fuera un monstruo despiadado devoraviudas y ya empezaba a tocarme la moral. Si era así como me trataban a Ruibarbo no me extrañaba que se hubiera enamorado de mí nada más ver que no huía despavorida.
- ¿Solo tenéis nombres numéricos? - se me ocurrió preguntar.
- Solo... - apretó los párpados y gimió, la muy - ¡Solo soy una plebeyaaaa...!
Le di la espalda, directa al jardín a aguardar a mi macho dragónico antes que el pitido de su voz me quebrara los tímpanos o los cristales de las vidrieras circundantes. Si esto era lo que podía ofrecerme la famosa raza superior podían escatimármela, con mi saurio me basta y me sobra. Quise gritarle a los perales: ¡Ruibarbo, Ruibarbo! ¿Tienes acaso un culto religioso élfico a tu cargo? ¡Ruibarbo! ¿Son tus esclavos? ¡Dime que son tus esclavos!, sabiendo de antemano que oírme no me iba a oír, pero así tenía más éxito comunicativo que con la pared lloriqueante que eran las elfas numéricas de dentro y cosas más raras se han visto. Como su existencia.
En la quinta sílaba me cortaron la respiración.
Un golpe seco en el costado izquierdo. Otro en la boca del estómago. Dos rápidos sobre la espalda cuando me doblé, cayendo sobre las rodillas. El paladar se me empapó de un sabor amargo. La hierba a mis pies cambió de color. Me cogieron del brazo, mis uñas se llenaron de su carne y mis oídos de sus insultos. Con la vista borrosa oteé las armaduras, las orejas, las lanzas que me habían golpeado.
Balbuceé. Se echaron hacia atrás, llevándose el borrón que serían sus manos al borrón que serían sus petos. El mundo daba volteretas. El palo de la lanza arremetió contra mis cicatrices. El universo se desplomó.
No perdí el conocimiento. Tampoco recuperé la lucidez. En un estado de completa apatía que me resultaba familiar presencié, como si fuese otra persona, cómo me maniataban, me arrastraban y embutían como el saco de patatas en que me habían convertido en un caballo bastante más amable. Permanecí así... horas. Ante mis ojos entreabiertos pasaba, fugaz, la imagen de la hierba, la tierra, las heces equinas, los cascos en movimiento del jamelgo y sus cuartos traseros. Eran castaños, era un caballo castaño, iba pensando. Durante todo el trayecto noté a intervalos más bien persistentes el guantelete picudo de uno de mis captores en distintas partes del cuerpo. ¿Para comprobar que seguía viva?
No rechisté. No me resistí. No gemí cuando esa falange metalizada se me hundía en las heridas. No sentía nada. Lo sentía todo.
La hierba boscosa pasó a ser tierra de camino, el camino, a empedrado. La luz del sol se había anaranjado. Comencé a ver pies bien y mal calzados, faldones de colores fríos, aburridos, escuché comentarios de sorpresa, de curiosidad, de morbo, y mucha aspiración de oxígeno. Todas las voces eran espantosamente melódicas, todo rostro que asomó a mirarme a una distancia que creyeron prudencial era básicamente el mismo. Vi miradas de asco, acompañadas de un gesto de repugnancia al que no hacían falta palabras. Oí palabras malsonantes sobre "la asimetría de mis rasgos" acompañados de unos ojos relucientes de lujuria. Así supe que me habían llevado a una ciudad. También descubrí que no sabían qué hacer conmigo.
Mientras yo recibía el premio a mono de feria del año, despertando atracción y rechazo a partes iguales entre la cada vez más apretujada muchedumbre, los captores estaban más tensos que don Quijote en un parque eólico. Murmuraban con muy poca profesionalidad que a ver cuál era el protocolo, que esto nunca había pasado, que si a quién avisar primero, que si era una infracción grave o no saltarse al superior inmediato, y luego repasaron los posibles castigos a sus carnes prietas un buen rato. En un momento dado alguien se dio cuenta de que llevaba por única vestimenta un "tapiz del templo sagrado" o yo qué sé qué gaitas y la gente se puso nerviosita y me llamó de todo menos guapa. Aunque no se atrevieron a tocarme ni a tirarme cosas, ya que les infundía el mismo terror exagerado que a las elfas de la limpieza, esa panda de maleducados sin elegancia ninguna se estaba enardeciendo, así que ahí ya los captores decidieron que fuera lo que tuviera que ser y me condujeron a lo más lógico: un calabozo.
Hubo bastante agitación entre los carceleros, montones de discusiones y demasiadas consultas a libros protocolarios de una anchura criminal. Finalmente, me arrojaron con sumo cuidado a una celda, porque yo seguía sin moverme ni decir Esta boca es mía ni nada y el captor que me había estado llevando a cuestas empezaba a preocuparse. ¿Y si no llegaba viva al cardenal? ¿Y si su eminencia mandaba que le recortasen las orejas por incompetente? Fue la primera vez que escuché el título en el mundo fantástico, pero, sinceramente, escuchaba a medias a esa panda de parlanchines quejicosos y asumí que se referían a mis moratones.
Allí me tuvieron dos días como dos soles, en los que me dio tiempo a recuperarme más psíquica que físicamente y, lo más importante, a asearme.
Transcurridos estos, me insertaron de buena mañana en una carreta con jaula que exudaba Edad Media por los cuatro costados. Los barrotes eran de madera, tenían tallados salmos en latín y eran tremendamente sospechosos. No me detuve a descifrarlos, ¡había tantos ojos puestos sobre mi persona! Ojos curiosos, ojos repulsivos, ojos desdeñosos, ojos destilantes de odio y más de un par de deseo. Aunque alguno se atrevió a lanzarme fruta (le voy a llamar Karma) sin puntería, los guardias le riñeron con tal agresividad que los demás optaron por la animadversión pasiva.
En un palacio de belleza inenarrable, arquitectónicamente curioso, con más relieves y esculturas de mi esposo, me aguardaba el famoso cardenal, cuya gélida mirada azul convertía el líquido sanguíneo en sólido. Alto, de tez blanca, mandíbula potente y labios finos. Su cabello era largo, caía en cascadas de rubio platino, cubriéndole pectorales y espalda.
Hubo bastante agitación entre los carceleros, montones de discusiones y demasiadas consultas a libros protocolarios de una anchura criminal. Finalmente, me arrojaron con sumo cuidado a una celda, porque yo seguía sin moverme ni decir Esta boca es mía ni nada y el captor que me había estado llevando a cuestas empezaba a preocuparse. ¿Y si no llegaba viva al cardenal? ¿Y si su eminencia mandaba que le recortasen las orejas por incompetente? Fue la primera vez que escuché el título en el mundo fantástico, pero, sinceramente, escuchaba a medias a esa panda de parlanchines quejicosos y asumí que se referían a mis moratones.
Allí me tuvieron dos días como dos soles, en los que me dio tiempo a recuperarme más psíquica que físicamente y, lo más importante, a asearme.
Transcurridos estos, me insertaron de buena mañana en una carreta con jaula que exudaba Edad Media por los cuatro costados. Los barrotes eran de madera, tenían tallados salmos en latín y eran tremendamente sospechosos. No me detuve a descifrarlos, ¡había tantos ojos puestos sobre mi persona! Ojos curiosos, ojos repulsivos, ojos desdeñosos, ojos destilantes de odio y más de un par de deseo. Aunque alguno se atrevió a lanzarme fruta (le voy a llamar Karma) sin puntería, los guardias le riñeron con tal agresividad que los demás optaron por la animadversión pasiva.
En un palacio de belleza inenarrable, arquitectónicamente curioso, con más relieves y esculturas de mi esposo, me aguardaba el famoso cardenal, cuya gélida mirada azul convertía el líquido sanguíneo en sólido. Alto, de tez blanca, mandíbula potente y labios finos. Su cabello era largo, caía en cascadas de rubio platino, cubriéndole pectorales y espalda.
Tenía pinta de surfear orcos sobre un escudo.
Continuará...
Este capítulo ha sido dramático, extra élfico y con una referencia que espero sea de vuestra talla. ¿Hasta dónde llegará la mala suerte de Canela? ¿Dónde está el marido dragónico cuando se le necesita? ¡El próximo capítulo lo dirá! Porque este me estaba quedando muy largo.
Como siempre, si os gusta la historia y os gusto yo, ¡no olvidéis seguirme en Facebook!
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Corazón de Escamas: El universo del husbando dracónico, los elfos lloricas y cardenales cachondos.
ResponderEliminarUn capítulo intenso, pero conservando el humor característico de la autora. Me dio lástima Décima, que pese a los estereotipos élficos la llamó «señora» y trató (en vano) de no sucumbir al terror. Put*s caballeros del zodíaco, menos mal que Canela está hecha a prueba de dragones, sino me la matan de un lanzazo. Me parece intrigante que entre las miradas de pavor y asco hubiera una minoría llena de lujuria. Estos no me engañan, les ponen las humanas imperfectas. Me recuerda a que un antiguo amigo tenía un padre racista y homófobo y le iba el contenido erótico lésbico entre chinas, jajajaja. ¿Quién será el élfico husbando? Siempre los castos están buenos, me meo.
Solo faltan las palomas románticas. XD
EliminarEsa autora que soy yo, ajio, ajio. Hoy ha recibido todo Dios: las elfas, Canela... ¿Recibirán su merecido los demás? Está por ver. Ni yo esperaba escribir tanta acción. XD
El tratamiento de "señora" fue conducido básicamente por el miedo (normal, ves esas pintas de bruja y te asustas), pero por lo menos fue educada, no como la loca de Fregona. Con educación se ha ganado tu simpatía. Eso me gusta. XD
Porque no han usado la punta, si no, la matan. No lleva ni dos semanas y la pobre ya está apaleada perdida, luego que por qué tiene asumido que no sobrevive. XD
¡Sabía que lo captarías al vuelo! Es precisamente eso. La armonía física es aburrida, son casi todos iguales y, si en la variedad está el gusto, ellos carecen de ella. Una mujer bajita, morena, con los ojos rojos y venas encendidas llama la atención. XD
¿Quién será? ¿Qué champú usará? El próximo capítulo lo dirá. XD
Entre las referencias Legolianas y lo de el Quijote en el parque eólico te has superado!
ResponderEliminarOyoyoyoyoy, qué cosas me dices. 💕
EliminarEspero que te haya gustado la acción, ni yo me esperaba escribir tanta en este capítulo. XD
Las elfas de este mundo veo que padecen algún tipo de esquizofrenia colectiva XD. Incluso algunos tiran fruta a lo francés.
EliminarPero luego les riñen. XD
EliminarComo se ponen por una alfombra de nada, Cleopatra fue a conocer a cesar embutida en una y no se murió nadie!
Eliminar[Cuchichea] Es que no es lo único que se ha profanado en la catedral del dragón, ojojojó.
EliminarQue mundo más profano!
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