domingo, 27 de septiembre de 2015

Brillante 02 - Un lugar como este


Creo que el principio fue un buen comienzo... breve, ¡pero bueno!

¿Para qué hacerse esperar? ¡Sigamos con esta viajera del tiempo todavía sin nombre que ha acabado anclada en el siglo de Sherlock Holmes!

¡La fiesta continúa!

Cabe señalar, ante todo, que no soporto Inglaterra. Ni la del siglo XXI, ni la del XIX ni ninguna. No sé qué le encuentra de fascinante la gente. Sobre todo en caso de gente española, acostumbrada al sol, al limpio olor a sal de la playa, a los retretes... La comida es mala, el clima es malo, y la comida y el buen clima ¡son esenciales! Y de esta época victoriana de la vida inglesa ya ni hablemos. Baste con decir que las tripas se me revolvieron.

Por ello no deja de resultar irónico, pase el tiempo que pase, que precisamente acabase aquí tirada. Ya puestos, bien podría haber viajado al Siglo de Oro para conocer a Lope de Vega y disfrutar de la vida haciendo uso de los conocimientos lingüístico-literarios que tanto me esforcé en adquirir en la carrera, no es por nada. Destino de cloacas. Es lo que tiene estar recién titulada en filología hispánica y sin experiencia, que una acaba accediendo a cosas para llenar currículum y acaba anclada en un siglo pasado. ¡Típico!

Cosas en las que piensa una cuando está seca y en caliente mientras contempla fijamente el filo de la navaja calentándose en la llama de una vela. Paradójicamente, cuando a una le tiembla el pulso es cuando el pensamiento trascendental salvaje sale del arbusto mental y ataca. Sin duda es mejor que reparar en lo peligrosamente azules que se te están poniendo las uñas o en lo poco que te sientes esos agarrotados dedos.

Supongo que cabría esperar que esta desesperada mujer que era y que soy hubiera urdido un plan impecable para volver al presente o por lo menos viajar a España y facilitarse un poco la existencia con el idioma, pero no. Por varias razones. Entre ellas, la básica, natural y lógica: que estaba muerta de miedo. Mi apabullada cabecita no albergaba lo que se dice planes a largo plazo. Eso y que para mí, ciencia y magia, en ese momento, lo mismo. Ambas manipulan la naturaleza a su antojo y son un arte que a mí se me escapa.

- ¿Por qué lo has hecho? - repitió por enésima vez el incordio de pantalla al más puro estilo busca de mi pulsera, pasando cada palabra letra por letra. Leer la frase completa era una agonía - ¿Y si has cambiado la Historia, qué?

Entre la lluvia interminable, el barro, la pestilencia a hombre y heces equinas (esperaba que solo equinas), la ínfima cantidad de sangre aguada... entre mechones de pelo empapados, cierta sensación de hipotermia, el sonoro latido de mis venas en los oídos y la náusea de tener al desconocido gordo desnudo, quizá muerto, aún a mis pies... me atreví a encararme a esa pulsera ancha de silicona negra que me rodeaba la muñeca, impermeable, odiosa. Acercándomela a la boca, ignorando la luz azul de las tres bombillitas en vertical que estaba segura que Cristóbal había colocado por mera estética.

- Lo hecho, hecho está. - escupí, deseando que la saliva atravesase el micrófono y el tiempo para salpicar la cara barbada de ese desconsiderado.

Supongo que esperarás, buen lector, que haga ahora una regresión al pasado que lo explique todo. ¿Quién es ese Cristóbal? ¿Cómo narices has ido a parar a una época distinta? ¿Por qué no dejas de quejarte en lugar de hacer algo productivo contigo misma? Bueno, puedo hacer ambas cosas a la vez, pero las explicaciones vamos a dejarlas a parte por ahora, en pro del misterio, la intriga y el dolor de barriga. Volvamos a la escena traumática...

Con mi novísima ropa de caballero zarrapastroso, el paraguas y la cartera llena, lo primero que hice fue buscarme una posada donde no hicieran muchas preguntas. Cosa que te advierto ya, lector, no pasó. La primera que vi me valió. Me costó horrores económicos que no me echaran a patadas por las pintas de vagabundo. Lo dicho, no estaba yo para planes maestros.

Por lo menos, en lo que la lengua se refiere, que sé que te preocupa desde que lo he mencionado, lector que buscas los tres pies al gato, no había problema. Mi pulsera estaba equipada con un conveniente tradúcelotoinaitor. No se llamaba así originalmente, pero ¡eh! Lo más probable era que muriese de una pulmonía de un momento a otro. Por no tener, no tenía ni toalla con que secarme, y no es un invento muy difícil. Como si me daba por llamar al gato "perro" y viceversa, vamos.

Sin embargo, pese al frío que me atenazaba hasta el tuétano de los huesos y me tenía tiritando, no eran las enfermedades lo que más me preocupaba en ese instante. Lo que me preocupaba de veras era parecer un hombre. No podía ser una mujer sola y desvalida en las calles de la Inglaterra victoriana. Sin papeles, sin dinero, sin ropa apropiada que por otra parte era incómoda y no te dejaba caminar a gusto. No podía.

Me encontraba sola en el cuartucho que había alquilado. Pequeño, austero y poco cómodo, pero hogareño, grata sorpresa. Poco más había salvo una cama de mantas verdes, un candelabro, un perchero, un baúl grande de anciano aspecto y una mesita que aspiraba a ser de noche. El baúl era de madera, el perchero, de madera, la mesita, de madera, el suelo, de madera. Y lo estaba dejando perdido.

En la mesilla había una jarra con agua, un plato hondo, una navaja de afeitar y un pequeño espejo. En él me miré, disfrazada como estaba, y no vi un hombre. Vi una cara ovalada blanca como la leche. Vi grandes ojos verdes inyectados en sangre, pestañas contraproducentemente largas, conocidas ojeras pronunciadas y sempiternas. Labios rosas con forma de corazón, labio superior fino, labio inferior ligeramente más grueso.

Cabello negro como la boca del lobo en la que me había metido, largo, demasiado largo, pegado por hombros estrechos, por el cuello, por el pecho. Un cuello pálido y sin nuez (normal). Un pecho demasiado abultado para un hombre delgado. Una delgadez desfavorable. Curvas. Estatura irrisoria. Veía, en suma, a la veinteañera zarrapastrosa y destrozada con cara de niña que era.

Tomé una decisión.

No me siento orgullosa... pero hay que tener en cuenta que estaba bajo una más que considerable presión, ¿está bien? Lo suficiente como para aporrear a un hombre con un ladrillo por su ropa, ¿vale? Bastante milagro es ya de por sí que no me cortara las venas teniendo en cuenta el panorama.

Eché el cerrojo.

Me desvestí.

Colgué la ropa en el perchero. Toda. Las gotas de lluvia repiqueteaban contra el suelo, tic, tic, tic. Me sequé con la primera manta de la cama como buenamente pude, tras lo cual me senté en el colchón, que crujió. Cogí la navaja y me corté el pelo a navajazo limpio, mechón va mechón viene. La vanidad no me permitió cortármelo más corto que a la altura de los hombros, pero ya me valía... la media melena atada en una coleta baja era la moda entre los jovencitos londinenses, al fin y al cabo. Tras ello me arrebujé entre las mantas y eché una cabezada.

Ocurrió al alba. Encendí las velas del candelabro, volví a mirarme al espejito espejo poco mágico, sopesando pros y contras, pensando en que no entendía esa fijación por vendarse los pechos de las heroínas que se travestían, porque yo podía tener una talla noventa, pero no era necesario que me aplastase lo que Dios me ha dado. Bastaba con ponerse una barriguilla falsa que disimulase, ni que hiciera falta ser un hombre de delgadez intachable. No, lo preocupante era la cara, que incluso con el pelo cortado era infantil a más no poder. Bien, que conste que sigo sin sentirme orgullosa.

Calenté la navaja al fuego, desinfectándola.

Y me rajé la cara.

¡Zas! Logré hacerme un corte limpio y sin temblores (¡gracias, adrenalina!), pero ¡DIOS! Decir que berrereé como un recién nacido sería quedarse corta. Sangré más de lo que creía y, para más inri, me quemé. ¿Por qué narices sangraba si me había quemado? ¡Aj!

En un arranque de valor ojeé el reflejo del espejo por última vez, al tiempo que golpeaban la puerta y me vestía velozmente. ¿Parecía un hombre? Ni hablar. Como mucho un chaval andrógino. Aunque debo decir a mi favor que la herida me quedó estupenda, una media luna achatada y no muy gruesa. Me da un aire peligroso oso oso.

Huelga decir que me echaron con malos modos y aspamientos exagerados de la posada, sin un real en el bolsillo y con el arrepentimiento en el cuerpo. No tenía nada, ni fuerzas para aporrear a más gente con ladrillos, cosa que de todas formas daba igual porque no había nadie en la calle. Salvo los vagabundos.

Yo no quería, no quería, pero hacía frío y me dolía la cara un horror, de modo que, bueno, pues por lo menos me quitaría una preocupación de encima. Si bien no eran la crème de la crème ni mucho menos, tampoco era tan fiera la bicha como me la había imaginado, no me pegaron ni nada. Supongo que me tomaron por una de ellos. Me uní, me uní para resguardarme la inhóspita temperatura, así como de la soledad que me tenía desgarrada entera.

Fue allí, entonces, donde le vi por primera vez.

Continuará...

¿Habrá estado esta segunda parte a la altura de su predecesora? ¡Solo vosotros sabréis decírmelo!

4 comentarios:

  1. Pero por qué lo dejas en lo mejor? Por quééé???

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  2. "En la mesilla había una jarra de agua" y lo que automáticamente mi mente ha pensado ha sido: también de madera, ¿a que sí?
    Jejejejej

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