domingo, 19 de mayo de 2019

El corazón de escamas 02 - Aprovecha lo que venga

Hemos empezado el primer capítulo con una protagonista que se disuelve al tocar un libro centenario, un dragón solitario que nos la toma en dracofílico matrimonio y un mordisco de proporciones fantásticas. ¿Cómo va a seguir esto? La respuesta en la continuación de la Dracofilia.

No te ahogues en un vaso de agua: bébetelo.

Cuando éramos pequeños (y adolescentes, y adultos), mi hermano y yo solíamos perder las horas planeando cómo sobreviviríamos en un apocalipsis zombi y equivalentes. Mi conclusión era siempre la misma: no dudaría dos días. Normalmente tener razón me llenaría de orgullo y satisfacción, pero lo que era en ese momento me habría endiñado una patada en pleno hígado a mí misma. Lo cual habría sido hasta agradable en comparación.

Cada molécula de cada célula de cada nervio de mi sistema se peleaba con el otro por el derecho a morirse primero, y para su gran desgracia, ninguna era digna. No me moví en... No sé cuánto tiempo pasó. No parecía pasar el tiempo gracias a la nula iluminación. Lo que sí pude ver ahí en los estertores de mi mal despertar, eso sí, fue la movilidad de mi mano. Mis dedos, aunque temblorosos cual toxicómano con bisturí en quirófano, repiqueteaban contra el lecho de monedas relucientes como si el brazo no se me hubiera desprendido. Que era justamente lo que pasaba: ¡el brazo seguía en su sitio! Y eso me sorprendió más que el mismo dolor que me tenía estremecida e inmóvil.

Si solo ha sido la puntita, decía el monstruo por respuesta a mis sonoros lamentos, que yo eso de sufrir en silencio como que no. Mis articulaciones le daban la razón, ya que no me había quedado manca, pero eso no iba a quitarme el gusto de decirle de todo menos guapo. Los dolores envalentonan cosa mala. Sí, sí, sí, parecía que me iba a perdonar la vida y gran parte de la integridad física, pero la cicatriz de "la puntita" del colmillar iba a quedarme grabada en la carne de por vida. Cuatro por delante, cuatro por detrás, ocho grandes socabones del tamaño de limones me recorrían, en un semicírculo aplastado, desde donde el cuello se une al hombro hasta donde termina la cintura. Cuando me pude examinar me sorprendió que la profundidad fuese la justa para marcarme sin perforarme el pulmón, el corazón o las costillas, sin olvidar que mi generosa copa C había sido debidamente respetada. ¿Hasta qué punto llegaba el autocontrol de la bestia?

Teniendo en cuenta que me hallaba en un lugar tan inhóspito como ignoto, con una máquina de matar con escamas por compañía y sin armas ni un triste palo defensivo con que reventarle los globos oculares, lo sensato habría sido juntar labios y hacerme chiquitita en mi agujero de calderilla, ¿no? Pues no. Ahí estaba yo, chillándole a un bicho cuya sola cabeza medía más o menos lo que yo entera. Suerte también, llega a medir un poquito más y el mordisquito en lugar de medio torso me lo engulle todo. Llegado el momento, me cansé y cerré el pico. Tenía la garganta tan seca, tan tosedora, que un uso indebido más de una sola cuerda vocal y muda para siempre. Los ojos tan, tan, tan escocidos del llanterío que cualquier cosa más allá de mi retina era niebla... y mejor me reservo el tema nasal. En la apatía del silencio con algún que otro gimoteo de por medio tuve tiempo para pensar. O, mejor dicho, de procesar.

Si mi cerebro abotargado por las quejas intensas de mi carne palpitante no me engañaba vilmente, un cortecito en la yema del dedo con el filo de una página centenaria me había desintegrado el cuerpo para tragárselo y escupirlo en la guarida de un dragón de fantasía, de esa fantasía que tantísimo me gusta, como en una macabra justicia poética de corte Pues toma dos tazas. Existen infinitas explicaciones a disposición de quien las quiera: alucinaciones, coma, cliché de portal interdimensional, drogas, yo era un clon... Lo mismo daba. Esa era mi realidad ahora, y dolía como solo la realidad duele.

¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? Pasé de sentirme apática a simple y llanamente miserable. A la autocompasión estaba entregada mientras los ojos inmensos de la bestia devoraban mi figura sin prisa ni pausa ni parpadeos. Insistía en que yo también debía morderle a él, que si era obligatorio, que si es muy bonito mantener las tradiciones vivas y no sé qué más, será que los dragones se emparejan así. En condiciones normales la amante de los documentales animales que vive en mí se habría vuelto loca con el dato, pero en esas tan extraordinarias solo me producía la más profunda de las fatigas. Tan hastiada me tenía con la retahíla que al final le solté un improperio y de un intento de mordisco a su pétrea piel reptiliana casi me quedo sin dientes, porque el impulso de idiotez es tan fuerte en mí que en lugar de morder flojo fui a hacer daño, como si pudiera.

Y ahí estaba, quemada, agujereada y casi desdentada, retorciéndome entre monedas de oro y plata. Gemí. De alguna forma, eso me hizo sentir mejor, de modo que continué gimiendo. Mal hecho. El monstruo pestañeó, levantó y agachó cuello y cabeza. Parecía... ¿preocupado? ¿Interesado? ¿Harto? Es difícil saberlo cuando todo más allá de tu retina es borroso y para más inri intentas leer la expresividad de un reptil. Con el sumo cuidado del que era capaz, me envolvió con sus garras, me arrancó del duro suelo monetario. Comenzó a lamerme las heridas con esa lengua tremenda que una pensaba que tendría que ser bífida pero no, suave por debajo, rasposa por arriba, lo que me llevó a quejarme más fuerte (no tanto porque el contacto fuera desagradable como por pensar con horror en el tema bacterias). Con un respingo, el dragón me apretó contra su pecho, sentí los poderosos latidos de su corazón... dejé de gemir. Contuve el impulso de salir corriendo dando gritos hacia la salida, entre otras cosas porque ni podía correr, ni gritar, ni sabía dónde estaba la hipotética salida.

Había algo reconfortante en la forma en la que me mecía (zarandeaba) con su torpeza de gigante. El dolor aminoró una centésima parte para acto seguido pasar a un segundísimo plano cuando finalmente caí en la cuenta, de súbito, en el hecho de que un dragón me estaba haciendo un Ea, ea. Una criatura que pesaba lo que un edificio y volaba, que prendía un incendio en su estómago y lo escupía, que dormía en cama de metal y no se herniaba, que era magia en carne y hueso. A mí. Un calor muy tonto me invadió la cara y se extendió hasta las orejas, ruborizándome como los tomates colorados. ¡Ay! ¡Qué ridícula! ¡Tenía ante mí la experiencia más fascinante de mi vida y la estaba desaprovechando en gimoteos! ¡Hasta el propio dragón, experiencia única e irrepetible hecha carne, me había tenido que consolar! ¡Era absurdo, absurdo de todo punto, una soberana estupidez lo mirase por donde lo mirase y por mucho dolor que sintiese! ¡Cuán ridícula me sentí!

Así que hice acopio de un valor que ni sabía que tenía, aleteé mis pestañas como si fuesen las alas de una mariposa hiperactiva hasta que no hubo lágrima de más que me ahogara el campo visual y enjugué lo sobrante con la mano que no apoyaba en el pecho de mi fornido galán de otra especie. Carraspeé repetidamente. Y por fin...

- Me has hecho daño. - le dije, en un hilo de voz.

- Lo siento. - respondió dilatando, por un segundo, las fosas nasales - Los humanos sois muy delicados.

Como asumiendo que me sentía mejor, me volvió a dejar entre las montañas del tesoro, en las que aterricé con un quejido de rata que le volvió a crispar los nervios. Allí, encogida, abrazándome a mí misma, le dirigí las pupilas. Mi mecedor no me quitaba ojo, y yo, tampoco. Observé detenidamente su fisonomía.

Puestos a comparar aquella espléndida especie de cuentos y fábulas con algo, la compararía con un pato. Si bien no estaba cubierto precisamente de plumas, su cara era alargada y algo achatada. El hocico tenía las escamas colocadas de tal forma que parecían casi casi una barba. La cabeza estaba coronada por dos cortos cuernos tan negros como el resto de su materia corporal, semejantes a estalactitas, que emergían del cráneo inclinadas hacia atrás en lugar de rectos. Luego eran más decorativos más que defensivos. El cuello, largo, flexible, reptaba como una serpiente por el aire, nada parecía poder escapar a su alcance. Las grandes alas, recogidas, descansaban sobre sus flancos, escondiendo las patas delanteras de garras prensiles que me habían tomado poco antes. Poseía una larga cola, tan larga como su cuello, que enroscaba alrededor de su cuerpo cuando permanecía sentado o tumbado. Era un pato, un murciélago y un dinosaurio todo junto y mezclado.

Todo su cuerpo era de un negro reluciente como el azabache. Únicamente había en él unas motas de contraste cromático: la perlada hilera de dientes ignífugos de su boca, blancos como si se los cepillara; el rosa pálido de su inmensa lengua puntiaguda, semejante al gato en aspereza; y el rojo sangre de sus ojos, brillantes como las ascuas que guardaba dentro. Nuestra diferencia de tamaños no era abismal tampoco. Era tremendo sin discusión, pero no una ballena azul. Él y yo... éramos un ganso y un gorrión.

Y esa criatura extraordinaria me quería como mujer. ¿En todos los sentidos? ¿Debía preocuparme por mi zona pélvica? Sin duda debía preocuparme. Me había llamado "dracofílica", después dijo que le habían dicho que eso eran cuentos, para acto seguido y sin más información tomarme ahí mismo en sus fauces. No hacían falta dos dedos de frente para sumar dos y dos y deducir que la comunidad de dragones tiene sus propios fetichismos. Ahora que lo pienso, ¿no les encantaba raptar princesas? Uy, uy, uy. Y éramos como un ganso y un gorrión. Aunque también seres racionales. Y hablaba un sorprendentemente perfecto español.

No era imposible. ¿Por qué no? ¿Porque lo normal habría sido priorizar mi supervivencia? Claro, pero el caso era que todo esto de normal tenía más bien poco y, en cierto modo, yo ya me había dado por vencida y muerta. Mi motivación ahora, tras la vergüenza del Ea, ea, era disfrutar de la experiencia, fueran ocho días u ocho minutos los que durara viva. De perdidos al río. Mejor que ahogarse en un vaso de agua es bebérselo. Ya lo decía mi madre: Si tiene solución, ¿por qué lloras? Y si no la tiene, ¿por qué lloras? Quise hablarle. No supe muy bien cómo. ¿Cómo interactúas con un animal fabuloso que echa fuego por la boca? Sin embargo, después de haber empezado flirteando y continuado insultando la cosa ya solo podía subir.

- ¿Cuántos años tienes...? - se me ocurrió preguntar - ¿...mi flamante esposo?

El flamante cónyuge (nunca mejor dicho) pareció animarse ante mi interés. Y esto lo sé porque agitó la punta de su recogida cola contra el mar dorado del suelo y me salpicó de monedas.

- Más de los que puedes contar.

O era muy viejo o me tomaba por inculta. Nunca lo sabré.

- ¿Cómo te llamas?

Contrajo nuevamente esas grandes fosas nasales, expulsando un aire muy sonoro. Si lo hubiese conocido entonces como lo conozco ahora, habría sabido exactamente lo que pensaba mientras dejaba pasar los segundos en contemplativo silencio, pero ¿entonces? Se me ocurrió que se armaba de paciencia ante la pequeñez de mi cerebro y de existencia misma. Terminó por contestarme que los dragones no tienen nombre, a lo que yo repliqué que eso era poco menos que absurdo. Y él que si nosotros, los humanos, tenemos nombres porque no sabemos quiénes somos, mientras que ellos, los dragones, sí saben quiénes son, y por lo tanto no necesitan nombres. Eso era absurdo del todo. ¿Y cómo tenía que llamarlo? ¿Dragón? ¿Escamitas de mi corazón? ¿Saurio mágico de mi vida? Con un gesto de la cola que barrió otro montón del tesoro hacia mí, me alentó a llamarle como quisiera.

Creo que se arrepintió de darme tanto poder.

- Ruibarbo.

Otro silencio. Cómo iba a saber él que tengo por costumbre y antojo poner nombres comestibles a cualquier casilla personalizable que se me ponga por delante. Al último dragón de mi último videojuego lo había bautizado Perejil, y al último osito parlante, Jengibre.

- Eso no es un nombre. - repuso - Es una verdura.

- ¿No decías que vosotros, los dragones, no necesitáis nombres?

Abrió el hocico. Lo volvió a cerrar. Sus fosas nasales vibraron brevemente.

- ¡Entonces tú te llamarás Canela!

No me pareció mal. Era lo suficientemente ridículo como para hacerme sentir cómoda y, de todas formas, no tenía sentido usar mi verdadero nombre en un mundo de fantasía al uso.

- Ruibarbo y Canela. - sonreí un poquito - Es un buen nombre de pareja.

Y así comenzó nuestra vida como tal.

Siempre he dicho que moriría ipso facto en un apocalipsis zombi y equivalentes. Quién me iba a decir a mí que siempre me he subestimado. Pronto lo descubriría.

Continuará...

He tardado lo mío, pero finalmente está aquí. Tengo la intención de darme vidilla ahora que he terminado con mis menesteres. Mil gracias a todos los lectores que me habéis dejado vuestros inestimables comentarios en wattpad, ¡la verdad es que no me lo esperaba! Al tratarse de una historia original... Ojalá logre no defraudar vuestras expectativas. En el próximo capítulo por fin tendremos descripción de nuestra protagonista y del lugar en que se encuentra la extraña pareja.

Si os gusta la historia y os gusto yo, ¡no olvidéis seguirme en Facebook!

3 comentarios:

  1. Hola a todos los lectores de Yukino Daidogi. Antes que nada, muchas gracias por leer Corazón de Escamas (Capítulo 2). Comunicaros que el link que os envía a la página oficial de Facebook es para versiones móviles, pero aquí os dejo el link a la versión de PC: https://facebook.com/OtakuHenFotonovelas/.
    Disculpen las molestias y espero que como yo, disfruten de esta hermosa historia <3.

    ResponderEliminar
  2. Error apuntado y subsanado. Tras esta pausa publicitaria volvemos a la preocupante pero interesante dracofilia. XD

    ResponderEliminar
  3. ¡Lo de imaginar como sobrevivir a un apocalipsis zombi tambien era algo a lo que jugaba de pequeño! Y no tan pequeño. Me he reido mucho con tu dracofilica escritura. ¡Ruibarbo! Jajaja. Escamitas de mi corazón. jajaja

    Escribes muy bien y el ritmo esta bien llevado.

    ResponderEliminar

Dame un comentario, dame dopamina (͡ ͡° ͜ ʖ ͡ ͡°)