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domingo, 8 de septiembre de 2019

El corazón de escamas 04 - Altos, guapos y racistas


El último capítulo de la Dracofilia nos demostró que, en esas raras ocasiones en que un monstruo descomunal se encapricha contigo, dejarse llevar es la mejor opción. Canela y Ruibarbo han vivido felizmente sus siete días con siete noches, pero una muchacha de orejas puntiagudas con un plumero en la mano se ha inmiscuido en su recién adquirida rutina. ¿Qué será de nuestra insignificante humana ahora que se ha encontrado con otro ser viviente mientras el dragón vuela por ahí fuera? ¡Vamos a verlo!

Miradme a la cara y decidme que no pensáis en alguien así cuando os sueltan la palabra "elfo".

La puntiaguda mujer me sostuvo la mirada tres segundos. Puede que fuera miope, pero esas orejas las veía. Entre otras cosas porque la pálida desconocida tenía el pelo más corto que un abrazo de suegro y más blanco que un oso polar rebozado en nieve, y como que resaltaban. Dejó caer el plumero, dio dos pasos atrás y rompió el aire con unos alaridos muy poco elegantes, cayendo de bruces al suelo, en parte gracias a la tracción de la alfombra cuando intentó poner pies en polvorosa, en parte por el impacto del corazón de pera que le lancé al cráneo, por los nervios.

Me pregunté a qué venía tanto drama, hasta que reparé en mi aspecto de bruja mala. Creo que mi práctica decisión de ir por la vida en mi vestido de Eva después de que los harapos en que se habían convertido mi camisa y prendas íntimas se me deshicieran en las manos al segundo lavado no daba la mejor primera impresión. Y llevaba una semana sin usar ni un triste peine. La pobrecilla estaba ahí sacudiéndose entre espasmos de un terror un poco exagerado, todo hay que decirlo, y yo por ahí con las greñas a lo loco, enseñando pechamen y venas encendidas. Como soy de natural compasivo y tenía la vergüenza y la culpabilidad activas después de haberle tirado un resto de fruta a la cara al primer humanoide que me había encontrado... en cueros, tomé uno de los tapices que había estado usando de manta cuando Ruibarbo no estaba para calentarme y me aproximé como una buena samaritana se acerca a un conejo.

Y mientras lo hacía, anudándome la tela como una toga, me asaltó una oleada de decepción. ¿Esa pobre cosita que se retorcía como si fuese a comérmela viva era una elfa? Era bellísima, por supuesto. Tenía las facciones armoniosas que cabía esperar y, quitando la longitud capilar, todo lo demás. Me sacaría dos cabezas, era esbelta, con el busto de una tabla de planchar. Todo en orden. Pero, no sé. Una señora convulsionándose por los suelos por ver a otra señora desnuda no era la imagen digna y elegante que tenía de la especie, por hermosura de estatua griega que la primera señora tuviera. Claro que me había pasado una semana con un señor dragón, mis expectativas ya no eran lo que fueron.

- Tranquila... - probé con la voz más dulce que fui capaz de entonar, repasando mentalmente el protocolo social con gente histérica... O con gente a secas - No voy a hacerte daño ni nada.

Chilló como si la hubiera acuchillado.

- ¡...una bruja! ¡UNA BRUJA! - encima con mal contenido el gritito.

Ahí ya se me acabó la paciencia y le crucé la cara de un bofetón a mano abierta.

Lo bueno es que fue súper efectivo. Lo malo, que cinco elfas exactamente iguales a ella en aspecto, vestimenta y cobardía pero con escobas, cubo y fregona en lugar de plumero entraron justo en ese momento. Fregona se desmayó y cayó al suelo abrazada a su herramienta, las trillizas Escoba pusieron pies en polvorosa exitosamente y Cubo lo intentó, se resbaló con el trasto montando un sindiós de agua jabonosa y tuve que proceder a abofetearla a ella también.

Con un hormigueo en la palma de abofetear que se iba transformando en dolor a medida que me subía por el brazo, la oleada de decepción mutó a una onda estimulante. Me había olvidado de que seguía convaleciente del mordisco de fuego. ¿Era aquello... adrenalina? ¿Por unas mujeres con las orejas puntiagudas? Empezaba a comprender la adicción a los deportes de riesgo.

- ¡Hereje! - hipó la elfa Cubo. No tenía claro si estaba llorando, se había cubierto la cara de una buena mezcla de agua, jabón y hebras de alfombra - ¡Cómo osas profanar este suelo sagrado, apóstata renegada sin alma, sin sangre, sin entrañas!

- Parece que habláis español como Dios manda. - menos mal, yo era friki pero no llegaba a élfico - ¿Cómo te llamas?

- ¡Cómo osas poner a Dios en tu boca, impía, descastada, tuercebotas! - le vociferó a la alfombra - ¡Él te castigará, Él te castigará y arderás!

La zarandeé un rato, pero en lugar de calmarse se atragantó y tosió como si le sobrara un pulmón dentro, lo cual era más lógico que lo que me habían vendido en las películas, ahora que lo pienso. La desgañitada temblaba más que las hojas de los árboles cuando llueve, así que intenté frotarle la espalda, pero ella prefirió saltar como un resorte, correr me imagino que hacia la puerta pero sin saber realmente adónde porque la espuma en las córneas no es buena consejera y pegársela contra una columna tras resbalarse por segunda vez y volver al suelo con los estertores de un pez fuera del agua. Al final, con no pocos esfuerzos dignos de admiración, se arrastró hacia la puerta y la vi marchar a trompicones, sin dejar de condenar mi espíritu al tormento cuanto la garganta le permitía. Yo no había pasado del jardín ni del río, ni me lo había planteado. ¿Qué habría más allá de la puerta?

- Quintina. - oí susurrar a mis espaldas - Ella era la hermana Quintina, mi señora.

Madre mía de mi vida y de mi déficit de atención, me había olvidado de la única otra elfa consciente de la habitación. Seguía allí, medio acuclillada, quizá demasiado acobardada como para seguir los pasos de su torpe pero sin duda más determinada compañera. Solo entonces, después de tanto insulto mayormente religioso y demás señales obvias, reparé en que ese hatajo de histéricas vestían algo más que parecido a un hábito de monja sin toca. Esa mujer llevaba al cuello un colgante que resaltaba sobre la negrura de la tela, una cadena de bronce de la que pendía un medallón bruñido con la forma de una llama. Era monotemática esta gente. Los ojos grises de Plumero se atrevieron a hundirse en el mar carmesí que eran ahora los míos. Se estremeció. Natural.

- Yo me llamo Décimaaaa... - confesó al borde de las lágrimas.

Era un frágil aullido, tan débil, tan delicado, como la más tímida expresión del espanto ante la certeza de la propia muerte. Me estaban tratando como si fuera un monstruo despiadado devoraviudas y ya empezaba a tocarme la moral. Si era así como me trataban a Ruibarbo no me extrañaba que se hubiera enamorado de mí nada más ver que no huía despavorida.

- ¿Solo tenéis nombres numéricos? - se me ocurrió preguntar.

- Solo... - apretó los párpados y gimió, la muy - ¡Solo soy una plebeyaaaa...!

Le di la espalda, directa al jardín a aguardar a mi macho dragónico antes que el pitido de su voz me quebrara los tímpanos o los cristales de las vidrieras circundantes. Si esto era lo que podía ofrecerme la famosa raza superior podían escatimármela, con mi saurio me basta y me sobra. Quise gritarle a los perales: ¡Ruibarbo, Ruibarbo! ¿Tienes acaso un culto religioso élfico a tu cargo? ¡Ruibarbo! ¿Son tus esclavos? ¡Dime que son tus esclavos!, sabiendo de antemano que oírme no me iba a oír, pero así tenía más éxito comunicativo que con la pared lloriqueante que eran las elfas numéricas de dentro y cosas más raras se han visto. Como su existencia.

En la quinta sílaba me cortaron la respiración.

Un golpe seco en el costado izquierdo. Otro en la boca del estómago. Dos rápidos sobre la espalda cuando me doblé, cayendo sobre las rodillas. El paladar se me empapó de un sabor amargo. La hierba a mis pies cambió de color. Me cogieron del brazo, mis uñas se llenaron de su carne y mis oídos de sus insultos. Con la vista borrosa oteé las armaduras, las orejas, las lanzas que me habían golpeado.

Balbuceé. Se echaron hacia atrás, llevándose el borrón que serían sus manos al borrón que serían sus petos. El mundo daba volteretas. El palo de la lanza arremetió contra mis cicatrices. El universo se desplomó.

No perdí el conocimiento. Tampoco recuperé la lucidez. En un estado de completa apatía que me resultaba familiar presencié, como si fuese otra persona, cómo me maniataban, me arrastraban y embutían como el saco de patatas en que me habían convertido en un caballo bastante más amable. Permanecí así... horas. Ante mis ojos entreabiertos pasaba, fugaz, la imagen de la hierba, la tierra, las heces equinas, los cascos en movimiento del jamelgo y sus cuartos traseros. Eran castaños, era un caballo castaño, iba pensando. Durante todo el trayecto noté a intervalos más bien persistentes el guantelete picudo de uno de mis captores en distintas partes del cuerpo. ¿Para comprobar que seguía viva?

No rechisté. No me resistí. No gemí cuando esa falange metalizada se me hundía en las heridas. No sentía nada. Lo sentía todo.

La hierba boscosa pasó a ser tierra de camino, el camino, a empedrado. La luz del sol se había anaranjado. Comencé a ver pies bien y mal calzados, faldones de colores fríos, aburridos, escuché comentarios de sorpresa,  de curiosidad, de morbo, y mucha aspiración de oxígeno. Todas las voces eran espantosamente melódicas, todo rostro que asomó a mirarme a una distancia que creyeron prudencial era básicamente el mismo. Vi miradas de asco, acompañadas de un gesto de repugnancia al que no hacían falta palabras. Oí palabras malsonantes sobre "la asimetría de mis rasgos" acompañados de unos ojos relucientes de lujuria. Así supe que me habían llevado a una ciudad. También descubrí que no sabían qué hacer conmigo.

Mientras yo recibía el premio a mono de feria del año, despertando atracción y rechazo a partes iguales entre la cada vez más apretujada muchedumbre, los captores estaban más tensos que don Quijote en un parque eólico. Murmuraban con muy poca profesionalidad que a ver cuál era el protocolo, que esto nunca había pasado, que si a quién avisar primero, que si era una infracción grave o no saltarse al superior inmediato, y luego repasaron los posibles castigos a sus carnes prietas un buen rato. En un momento dado alguien se dio cuenta de que llevaba por única vestimenta un "tapiz del templo sagrado" o yo qué sé qué gaitas y la gente se puso nerviosita y me llamó de todo menos guapa. Aunque no se atrevieron a tocarme ni a tirarme cosas, ya que les infundía el mismo terror exagerado que a las elfas de la limpieza, esa panda de maleducados sin elegancia ninguna se estaba enardeciendo, así que ahí ya los captores decidieron que fuera lo que tuviera que ser y me condujeron a lo más lógico: un calabozo.

Hubo bastante agitación entre los carceleros, montones de discusiones y demasiadas consultas a libros protocolarios de una anchura criminal. Finalmente, me arrojaron con sumo cuidado a una celda, porque yo seguía sin moverme ni decir Esta boca es mía ni nada y el captor que me había estado llevando a cuestas empezaba a preocuparse. ¿Y si no llegaba viva al cardenal? ¿Y si su eminencia mandaba que le recortasen las orejas por incompetente? Fue la primera vez que escuché el título en el mundo fantástico, pero, sinceramente, escuchaba a medias a esa panda de parlanchines quejicosos y asumí que se referían a mis moratones.

Allí me tuvieron dos días como dos soles, en los que me dio tiempo a recuperarme más psíquica que físicamente y, lo más importante, a asearme.

Transcurridos estos, me insertaron de buena mañana en una carreta con jaula que exudaba Edad Media por los cuatro costados. Los barrotes eran de madera, tenían tallados salmos en latín y eran tremendamente sospechosos. No me detuve a descifrarlos, ¡había tantos ojos puestos sobre mi persona! Ojos curiosos, ojos repulsivos, ojos desdeñosos, ojos destilantes de odio y más de un par de deseo. Aunque alguno se atrevió a lanzarme fruta (le voy a  llamar Karma) sin puntería, los guardias le riñeron con tal agresividad que los demás optaron por la animadversión pasiva.

En un palacio de belleza inenarrable, arquitectónicamente curioso, con más relieves y esculturas de mi esposo, me aguardaba el famoso cardenal, cuya gélida mirada azul convertía el líquido sanguíneo en sólido. Alto, de tez blanca, mandíbula potente y labios finos. Su cabello era largo, caía en cascadas de rubio platino, cubriéndole pectorales y espalda.

Tenía pinta de surfear orcos sobre un escudo.

Continuará...

Este capítulo ha sido dramático, extra élfico y con una referencia que espero sea de vuestra talla. ¿Hasta dónde llegará la mala suerte de Canela? ¿Dónde está el marido dragónico cuando se le necesita? ¡El próximo capítulo lo dirá! Porque este me estaba quedando muy largo.

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sábado, 13 de julio de 2019

El corazón de escamas 03 - Ruibarbo con Canela


Si el anterior capítulo y la Dracofilia en sí nos enseña algo es que amor no tendrá barreras, pero cuando él mide un edificio y tú no, como que da más problemas. Sin embargo, ni barreras ni obstáculos significan nada para Ruibarbo y Canela. Porque él es un dragón y ella no tiene moral.

La mejor combinación.

Soy fiel defensora de la idea de que ya puede ser hombre, mujer, caballo o león, si tiene el intelecto de un ser humano adulto, puedes enrollarte con él. E incluso mantener una relación de casto y puro romance. De hecho, tiempo antes de ser absorbida por mi amada fantasía medieval de turno me había gozado un juego de citas de palomas en el que caí a las patas de un profesor palomo, una tórtola falta de cariño y una perdiz psicópata. Lo que quiero decir es que ya iba con la mente y el corazón abiertos de serie, que soy más rara que un perro verde, que yo, por amor, voy más allá del furry.

Pero no era el amor sin fronteras ni decencia lo que me ocupaba el cerebro la primera semana que pasé junto a Ruibarbo. Estaba más enfocada en disfrutar del momento antes de que me matara sin querer. Me gustaría decir que me armé de valor para sobreponerme al calvario físico, que salí del paso como la mejor heroína que te puedas echar a la cara con el ingenio por única arma y herramienta. Incluso preferiría lloriquear con que sufrí al pensar en la poquita gente a quien atormentaría mi desaparición, por más que a casi nadie le guste una protagonista quejicosa. Sin embargo... sería faltar a la realidad, que ya era fantasiosa de por sí como para que venga yo ahora a aliñarla con la salsa de la mentira. Ninguna de esas dos opciones pasó por mis sesos, a ratos embotados por la resaca de la adrenalina. No, no estaría enamorada hasta las trancas de ese flamante marido, sin duda más de una vez y de cien me quedaba paralizada ante sus caricias por puro miedo al aplastamiento. Pero la cosa es que no era difícil dejarse llevar.

Ruibarbo dormía conmigo como si fuera su peluche, con nefastas consecuencias para mi columna vertebral. Me acercaba el hocico para golpearme juguetonamente por detrás, o me mordía el pelo con la punta de esos dientes blancos como un caballo cariñoso. Al acariciarle las escamas que le hacían de barba él cerraba los ojos como si tuviera un sistema nervioso instalado en aquella dureza. Podía abrazarle esa cabeza de mi estatura entera y él me regalaba un sonido que solo podría calificar de ronroneo a máxima potencia. Qué puedo decir, me derretía.

Se comportaba como si me amase. Me conocía de hacía veinte segundos y me mimaba como si valiese un cubo de diamantes, se desvivía por aprenderse el manual de cuidados básicos humanos y colmarme de un afecto que cualquier día me dejaría hecha huesos, carne y sangre espachurrados por el suelo. ¿Por qué? Si yo debía de ser prácticamente una cucaracha para él. ¿Era una especie de juego sádico popular entre su especie? ¿Si te encuentras comida dracofílica, primero juegas con ella y luego ÑAM? La vida de un dragón debía de ser mortalmente aburrida.

- ¿Canelita? - me inquiría el sordo gruñido de su cavernosa voz sensual.

- ¿Sí, Ruibarbo de mi ensaladilla?

- ¿Cada cuánto comen los humanos?

- Mmm, unas cuatro veces al día.

- ¿Tanto? - por lo visto el metabolismo del dragón medio es tan lento como el del dragón de Komodo, con comer unas doces veces al año ya sobrevive - ¿Y qué comen?

- Pues car...

Y no había terminado de pronunciar la última sílaba que ya me había dejado con el resto de la información vital en la boca, desplegando las alas para salir de un brinco por un tremendo agujero circular que había en el techo. Ahí descubrí tres cosas: que la poca luz que bendecía mis pupilas emergía de ahí, que a juzgar por el enladrillado estábamos en una mazmorra y que la única salida disponible era esa dragonera. Poco después volvió con una vaca que incineró delante de mí con mucho orgullo y satisfacción. Después de un ratito de machaconería al más puro estilo maternal con que comiese, que estaba en los huesos, mientras mi persona se mecía en un rincón abrazándose las piernas, hablamos en profundidad de cómo se cuida a un ser humano como Dios manda.

¿Podría haber aprovechado el rato que me dejó sola para explorar y descubrir más cosas? Podría. Y también podría haberme llovido café, pero no pasó. Al principio intenté usar el paraguas por bastón y remover la riqueza aquí y allá para facilitarme el paso. Al primer tropezón y grito asalvajado al aire por mi parte desistí. Si es que a mí me dolía hasta respirar y ¿qué tenía? Mi único "equipamiento", por llamarlo de alguna manera, eran un paraguas, el guante de látex de la biblioteca que me duraría tres arañazos y lo que llevaba puesto, es decir, una blusa blanca con sujetador a juego desgarrados de cabo a rabo, unos vaqueros clásicos, un cinturón de cuero sintético negro y unas deportivas desgastadas, además de mi gargantilla de oro y los pendientes. Vestimenta que estaba bastante bien dadas las circunstancias, pero de poco me servían si quería caminar por los bordes de la mazmorra sin hundirme en el mar de oro. Esto me amargó bastante, ya que lo único bueno de esta fantástica situación era Ruibarbo, y me había dejado sola. Así que no me quedó más que aburrirme.

No obstante, moverse dejó de ser un problema más bien pronto. En cuanto Ruibarbo supo que necesitaba agua para vivir, me solicitó muy amablemente que me metiese en su boca.

- Ay, no. - no sabía qué formas podrían tomar los fetichismos de los dragones, pero no.

- Ay, sí.

Cuando un lagarto gigante te abre la bocaza por segunda vez consecutiva en tu vida no hay estrategia, solo instinto. ¿El mío? Emular a mi espíritu animal, el conejo. Lo único que hice, ya en el lecho de papilas gustativas, fue colocar el paraguas en posición vertical a ver si se atragantaba por lo menos y a mí en posición fetal y decirme a mí misma que bueno, que me quiten lo bailao. Por suerte para mi poca fe en la estrella que tengo y para la integridad del quitalluvias, Ruibarbo ni terminó de cerrar la boca ni pretendía hacerme un tour por su tracto gastrointestinal, sino que en lugar de tragar echó la hilera de dientes por cerrojo, traspasó la dragonera y, automáticamente después, me escupió fuera.

Primero el metabolismo de un dragón de Komodo y ahora el método de transporte de una madre cocodrilo, Ruibarbo no dejaba de sorprenderme. No era el mejor método del mundo y me había dejado hecha una piltrafa ensalivada, pero quién soy yo para juzgar a un animal fantástico.

Parpadeé una vez. Dos. Tres. A la sexta empecé a ver... y abrí la boca.

Resultó que, efectivamente, el rico dormitorio de mi dracomaridito era una mazmorra como doce campos de fútbol de grande, y no una mazmorra cualquiera, sino la de un castillo gótico muy poco convencional. No tenía puertas ni escaleras. En realidad, no tenía más que un piso propiamente dicho, increíblemente espacioso. Los altos techos picudos se alzaban hacia el cielo como con la intención de rascarlo, las paredes, gruesas como muros inexpugnables, daban paso de una gran sala a otra por medio de semicirunferencias tan amplias como la dragonera que agujereaba el suelo. Parecía que el arquitecto hubiese tenido en cuenta las hechuras de mi hermoso saurio alado. En realidad, absolutamente todo lo que componía esa espléndida edificación parecía tenerlo en mente, empezando por el espacio y terminando en el ornato.

Si bien el mobiliario básico brillaba por su ausencia, me impresionó el detallismo de la decoración que abarrotaba cada pared y cada esquina, ya con murales, ya con estatuas, retablos y tapices. Todo muy eclesiástico. Las ventanas, tan inmensas como todo lo demás, eran vidrieras policromadas cuyos colores hermoseaban hasta la propia luz del sol. Tanto el arte de las paredes como el de los cristales giraban en torno a la temática de los dragones. Solo en la sala de la dragonera, el vitral que hirió mis pupilas desacostumbradas a lo que no fuera penumbra con su juego de luces representaba las delicadas formas de un dragón negro en pleno descanso, tumbado como un león en plena siesta sobre unas suaves montañas doradas. Por encima de su cabeza había un cielo estrellado y varias lunas menguantes. Lo tomé como algo simbólico, porque eso sería un mundo de fantasía, pero en seguida comprobé que luna solo había una.

También me impresionó la escasa cantidad de polvo que había en general, apenas una capa de una semana a lo sumo. Pasé el dedo alegremente y apenas me manché. En realidad, creo que yo manché más de lo que fui manchada. No le di mucha importancia, un error por mi parte.

El número de estancias no pasaba del número mágico, tres: la punta izquierda, donde se hallaba la dragonera, la derecha, donde el vitral dibujaba a un dragón volando sobre un prado de manzanos y luego vi que daba paso al jardín, y la central, la descomunal, la sin duda predilecta del arquitecto. Casi parecía el interior de una catedral levantada en pleno arte gótico, pero sin el casi. Disponía de una intrincada alfombra de terciopelo granate con bordados de ascuas aquí y allá, más vidrieras que las dos estancias laterales juntas donde se contaban unas cincuenta facetas distintas de la vida idealizada de un dragón como si de un santo se tratase (juro que vi hasta halos) y, en el fondo de todo, al final de un tramo de cinco o seis escalones engalanados por la alfombra y lo que parecía una tarima con la ventaja de la altura del tamaño de un patio de colegio, un relieve desmedido donde habían esculpido a lo que ya solo podía calificar como un Ruibarbo a escala real en ¿obsidiana? Era una pared negra, brillante y perfectamente trabajada.

Mojada, pegajosa, después de haber explorado con lentitud para empaparme de algo más que de saliva y de ensuciar la belleza con mis pisadas, quise acercarme a verlo mejor. Era Ruibarbo, ese relieve era Ruibarbo. Su gemelo de piedra preciosa echaba una vaharada de fuego sobre los brazos extendidos de una multitud de formas humanas que ardía entre lamentos gestuales, en contraste con la multitud del lado contrario a la llamarada, que sonreía, juntaba las manos y parecía agradecerla. Tenían orejas puntiagudas. ¿Elfos? ¿Aquí había elfos? ¿Elfos de los altos, guapos y racistas? Le habría dado más vueltas de no haberme sobresaltado al ver, de pronto, una mujer bajita, pechugona y horrorosa ante mí.

Qué vergüenza, era yo. Maldita miopía.

Pero cuanto más me acercaba, menos parecía ser yo. Ante la superficie reflectante de la oscura piedra, mi copia me devolvía una incrédula mirada.

No soy la típica protagonista que se cree feúcha y luego es una belleza ultraterrena. Ni lo uno ni lo otro. Casi siempre me he considerado guapetona. Tengo la altura femenina estándar, ni alta ni baja (por más que el mundo y la miopía intenten convencerme de lo contrario), estoy delgada sin rozar lo flaca, curvilínea, con algún michelín aquí y allí, con pechonalidad, caderas anchas, manos de pianista y pies esbeltos más bien pequeños. Soy más blanca que la leche desnatada y mi cabello es tan negro como las escamas de ala de cuervo que simulaba la obsidiana, castaño oscuro cuando le da el sol. La cara, ovalada, equilibrada, de cejas arqueadas, orejas y nariz pequeñas, ojos grandes y boca mediana de labios rosas, el superior más fino que el inferior, con forma de corazón.

Todo ello seguía ahí, en mi reflejo. Las pestañas abundantes pero cortas por culpa de las gafas, el pelo a la altura de los hombros, escalado, porque lo tengo tan espeso que o lo escalo o no hay quien lo seque, el mechón rebelde del flequillo, que siempre se me sube como una pluma levantada, las hondas ojeras con las que Dios me trajo al mundo para que este notase la cuenca hundida, ahora acentuadas. Mi palidez habitual había evolucionado a mortecina y tenía más aspecto de enferma terminal de lo normal, lo cual entraba dentro de lo esperable. Pero no era yo.

Yo no tenía esos socavones como albaricoques en la carne, encendidos, quemados. Yo no tenía una suerte de riachuelos escarlata recorriéndome el sistema circulatorio de la punta del dedo al corazón. Y, por encima de todo, yo no tenía esos ojos. Mis iris eran del color del mar de las playas de Bolonia. Los de esa horrenda copia que me compadecía con su asquerosa mirada eran carmesíes, con una nube de motas moradas y ambarinas desperdigadas alrededor de la pupila. Yo no era pesadilla.

- Canelita.

Ruibarbo me llamaba desde el centro de la gran alfombra, más allá del tramo de escalera. Me miraba con esa expresión tan impasible como indescifrable tan propia de un reptil sapiente, que decidí interpretar como un Y ahora qué te pasa. Sin pensarlo siquiera, los índice y corazón que la luz y esas venas como tatuajes horteras me gritaban que no eran míos palparon las inmediaciones cárnicas de uno de los socavones, procurando, aun en la inconsciencia, no provocarme más daño. Tenía el aspecto extrañamente sano del buen cicatrizar que, positiva de mí, decidí juzgar como una alucinación inducida sin duda por una más que coherente infección.

- Nada. - respondí a la pregunta que nadie había hecho - De cualquier forma, si no me matas tú lo hará la infección.

- Yo no pienso matar a mi esposa. - dijo como muy ofendido.

- Pues la infección.

Ahí mi lagarto que no hacía cosas raras con la lengua volvió a encerrarme entre sus fauces y me ensalivó entera mientras se movía cual gallina a la que le lanzan granos de maíz. Creo que no pasaron cincuenta segundos cuando me escupió a lo bestia en las aguas demasiado profundas de un río.

- ¿¡Por qué?! - grité nada más sacar la cabeza a la superficie.

- ¡Lávate!

OhporDios, quería que me desinfectase.

No, no era que Ruibarbo, simple y llanamente, se aburriese. Aunque sin duda se aburría horriblemente. Me quería. Me quería como un amante de los animales ama a un perro o a un gato o a un hámster desde el minuto uno de conocerlo, sincera e incondicionalmente, lo que a su vez significaba que le importaba un pepino quién fuera el dracofílico de turno que se le presentase en la mazmorra para alegrarle esa soledad que tenía por única compañera. Insultante, pero qué más daba, si esto redundaba en mi beneficio, miel sobre hojuelas. Yo, por mi parte, estaba fascinada con él. Sus aspecto, sus movimientos, su voz, hasta sus rugidos de impaciencia y su sobreprotección de madre primeriza. Cuando le vi volar por vez primera quise desmayarme del gusto.

De modo que en lugar de fijarme en los exageradamente bien podados jardines con manzanos y moreros y hasta huerta y río incluidos donde nos encontrábamos o en el tamaño de dos pueblos enteros de los mismos en los que me habría perdido sin mi dragón humanofílico, me dediqué a salpicarle y jugar y bañarnos y comer más sano que en toda mi vida sin pensar en el qué ni el cómo ni el por qué. Dejaba secar la ropa, medio harapos ya, en cualquier arbusto, para tomar el sol sin pudor junto a él. Comíamos a la lumbre de una hoguera que había suspirado él. Nos hacíamos carantoñas cuando intentaba arrancarle promesas de volar encima de su lomo en lugar de en su boca (que no, que me iba a matar). Yo era una Eva que jugaba a las casitas con un Adán escamoso, lo que viene siendo hermosamente estúpida y feliz. Qué puedo decir. Ruibarbo me había devuelto la alegría de vivir.

Así pasé junto a él mi primera semana. Así rompí en mil pedazos las fotos de mi pasado. Así me olvidé de mi nombre, de mis señas, cuándo y dónde, que fui antes de él.

Pero no de la curiosidad.

Cada día, a la hora de vuelo de mi Ruibarbo del alma mía, volvía al relieve de mi maridisaurio y le daba a lo que me quedaba de sesera, mascando una manzana o una pera o un puñado de moras enteras mientras miraba y miraba y las neuronas supervivientes a mi nuevo estilo de vida hedonista trabajaban. ¿Realmente estábamos en un castillo desierto? ¿Abandonado? ¿Con esa calidad jardinera? No era una conclusión muy complicada aquella a la que tenía que llegar, pero... Siempre me distraía el horror de mi reflejo y el trauma existencial. En esas estaba yo meditando, nuevamente, haciendo dibujos sobre la fina capa de polvo, cuando el estruendo de una respiración muy poco delicada me hirió los tímpanos.

Al otro lado de la sala había una mujer con un plumero en la mano, que me miraba fijamente. Alta, hermosa y más sola que la una. Esta vez la miopía no me engañaba.

Tenía las orejas puntiagudas.

Continuará...

¿Quién será esa misteriosa mujer? ¿Qué esconde la arquitectura del castillo donde habitan Ruibarbo y Canela? Este capítulo ya es bastante largo como para responder a eso ahora. ¡El próximo lo dirá!

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domingo, 19 de mayo de 2019

El corazón de escamas 02 - Aprovecha lo que venga

Hemos empezado el primer capítulo con una protagonista que se disuelve al tocar un libro centenario, un dragón solitario que nos la toma en dracofílico matrimonio y un mordisco de proporciones fantásticas. ¿Cómo va a seguir esto? La respuesta en la continuación de la Dracofilia.

No te ahogues en un vaso de agua: bébetelo.

Cuando éramos pequeños (y adolescentes, y adultos), mi hermano y yo solíamos perder las horas planeando cómo sobreviviríamos en un apocalipsis zombi y equivalentes. Mi conclusión era siempre la misma: no dudaría dos días. Normalmente tener razón me llenaría de orgullo y satisfacción, pero lo que era en ese momento me habría endiñado una patada en pleno hígado a mí misma. Lo cual habría sido hasta agradable en comparación.

Cada molécula de cada célula de cada nervio de mi sistema se peleaba con el otro por el derecho a morirse primero, y para su gran desgracia, ninguna era digna. No me moví en... No sé cuánto tiempo pasó. No parecía pasar el tiempo gracias a la nula iluminación. Lo que sí pude ver ahí en los estertores de mi mal despertar, eso sí, fue la movilidad de mi mano. Mis dedos, aunque temblorosos cual toxicómano con bisturí en quirófano, repiqueteaban contra el lecho de monedas relucientes como si el brazo no se me hubiera desprendido. Que era justamente lo que pasaba: ¡el brazo seguía en su sitio! Y eso me sorprendió más que el mismo dolor que me tenía estremecida e inmóvil.

Si solo ha sido la puntita, decía el monstruo por respuesta a mis sonoros lamentos, que yo eso de sufrir en silencio como que no. Mis articulaciones le daban la razón, ya que no me había quedado manca, pero eso no iba a quitarme el gusto de decirle de todo menos guapo. Los dolores envalentonan cosa mala. Sí, sí, sí, parecía que me iba a perdonar la vida y gran parte de la integridad física, pero la cicatriz de "la puntita" del colmillar iba a quedarme grabada en la carne de por vida. Cuatro por delante, cuatro por detrás, ocho grandes socabones del tamaño de limones me recorrían, en un semicírculo aplastado, desde donde el cuello se une al hombro hasta donde termina la cintura. Cuando me pude examinar me sorprendió que la profundidad fuese la justa para marcarme sin perforarme el pulmón, el corazón o las costillas, sin olvidar que mi generosa copa C había sido debidamente respetada. ¿Hasta qué punto llegaba el autocontrol de la bestia?

Teniendo en cuenta que me hallaba en un lugar tan inhóspito como ignoto, con una máquina de matar con escamas por compañía y sin armas ni un triste palo defensivo con que reventarle los globos oculares, lo sensato habría sido juntar labios y hacerme chiquitita en mi agujero de calderilla, ¿no? Pues no. Ahí estaba yo, chillándole a un bicho cuya sola cabeza medía más o menos lo que yo entera. Suerte también, llega a medir un poquito más y el mordisquito en lugar de medio torso me lo engulle todo. Llegado el momento, me cansé y cerré el pico. Tenía la garganta tan seca, tan tosedora, que un uso indebido más de una sola cuerda vocal y muda para siempre. Los ojos tan, tan, tan escocidos del llanterío que cualquier cosa más allá de mi retina era niebla... y mejor me reservo el tema nasal. En la apatía del silencio con algún que otro gimoteo de por medio tuve tiempo para pensar. O, mejor dicho, de procesar.

Si mi cerebro abotargado por las quejas intensas de mi carne palpitante no me engañaba vilmente, un cortecito en la yema del dedo con el filo de una página centenaria me había desintegrado el cuerpo para tragárselo y escupirlo en la guarida de un dragón de fantasía, de esa fantasía que tantísimo me gusta, como en una macabra justicia poética de corte Pues toma dos tazas. Existen infinitas explicaciones a disposición de quien las quiera: alucinaciones, coma, cliché de portal interdimensional, drogas, yo era un clon... Lo mismo daba. Esa era mi realidad ahora, y dolía como solo la realidad duele.

¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? Pasé de sentirme apática a simple y llanamente miserable. A la autocompasión estaba entregada mientras los ojos inmensos de la bestia devoraban mi figura sin prisa ni pausa ni parpadeos. Insistía en que yo también debía morderle a él, que si era obligatorio, que si es muy bonito mantener las tradiciones vivas y no sé qué más, será que los dragones se emparejan así. En condiciones normales la amante de los documentales animales que vive en mí se habría vuelto loca con el dato, pero en esas tan extraordinarias solo me producía la más profunda de las fatigas. Tan hastiada me tenía con la retahíla que al final le solté un improperio y de un intento de mordisco a su pétrea piel reptiliana casi me quedo sin dientes, porque el impulso de idiotez es tan fuerte en mí que en lugar de morder flojo fui a hacer daño, como si pudiera.

Y ahí estaba, quemada, agujereada y casi desdentada, retorciéndome entre monedas de oro y plata. Gemí. De alguna forma, eso me hizo sentir mejor, de modo que continué gimiendo. Mal hecho. El monstruo pestañeó, levantó y agachó cuello y cabeza. Parecía... ¿preocupado? ¿Interesado? ¿Harto? Es difícil saberlo cuando todo más allá de tu retina es borroso y para más inri intentas leer la expresividad de un reptil. Con el sumo cuidado del que era capaz, me envolvió con sus garras, me arrancó del duro suelo monetario. Comenzó a lamerme las heridas con esa lengua tremenda que una pensaba que tendría que ser bífida pero no, suave por debajo, rasposa por arriba, lo que me llevó a quejarme más fuerte (no tanto porque el contacto fuera desagradable como por pensar con horror en el tema bacterias). Con un respingo, el dragón me apretó contra su pecho, sentí los poderosos latidos de su corazón... dejé de gemir. Contuve el impulso de salir corriendo dando gritos hacia la salida, entre otras cosas porque ni podía correr, ni gritar, ni sabía dónde estaba la hipotética salida.

Había algo reconfortante en la forma en la que me mecía (zarandeaba) con su torpeza de gigante. El dolor aminoró una centésima parte para acto seguido pasar a un segundísimo plano cuando finalmente caí en la cuenta, de súbito, en el hecho de que un dragón me estaba haciendo un Ea, ea. Una criatura que pesaba lo que un edificio y volaba, que prendía un incendio en su estómago y lo escupía, que dormía en cama de metal y no se herniaba, que era magia en carne y hueso. A mí. Un calor muy tonto me invadió la cara y se extendió hasta las orejas, ruborizándome como los tomates colorados. ¡Ay! ¡Qué ridícula! ¡Tenía ante mí la experiencia más fascinante de mi vida y la estaba desaprovechando en gimoteos! ¡Hasta el propio dragón, experiencia única e irrepetible hecha carne, me había tenido que consolar! ¡Era absurdo, absurdo de todo punto, una soberana estupidez lo mirase por donde lo mirase y por mucho dolor que sintiese! ¡Cuán ridícula me sentí!

Así que hice acopio de un valor que ni sabía que tenía, aleteé mis pestañas como si fuesen las alas de una mariposa hiperactiva hasta que no hubo lágrima de más que me ahogara el campo visual y enjugué lo sobrante con la mano que no apoyaba en el pecho de mi fornido galán de otra especie. Carraspeé repetidamente. Y por fin...

- Me has hecho daño. - le dije, en un hilo de voz.

- Lo siento. - respondió dilatando, por un segundo, las fosas nasales - Los humanos sois muy delicados.

Como asumiendo que me sentía mejor, me volvió a dejar entre las montañas del tesoro, en las que aterricé con un quejido de rata que le volvió a crispar los nervios. Allí, encogida, abrazándome a mí misma, le dirigí las pupilas. Mi mecedor no me quitaba ojo, y yo, tampoco. Observé detenidamente su fisonomía.

Puestos a comparar aquella espléndida especie de cuentos y fábulas con algo, la compararía con un pato. Si bien no estaba cubierto precisamente de plumas, su cara era alargada y algo achatada. El hocico tenía las escamas colocadas de tal forma que parecían casi casi una barba. La cabeza estaba coronada por dos cortos cuernos tan negros como el resto de su materia corporal, semejantes a estalactitas, que emergían del cráneo inclinadas hacia atrás en lugar de rectos. Luego eran más decorativos más que defensivos. El cuello, largo, flexible, reptaba como una serpiente por el aire, nada parecía poder escapar a su alcance. Las grandes alas, recogidas, descansaban sobre sus flancos, escondiendo las patas delanteras de garras prensiles que me habían tomado poco antes. Poseía una larga cola, tan larga como su cuello, que enroscaba alrededor de su cuerpo cuando permanecía sentado o tumbado. Era un pato, un murciélago y un dinosaurio todo junto y mezclado.

Todo su cuerpo era de un negro reluciente como el azabache. Únicamente había en él unas motas de contraste cromático: la perlada hilera de dientes ignífugos de su boca, blancos como si se los cepillara; el rosa pálido de su inmensa lengua puntiaguda, semejante al gato en aspereza; y el rojo sangre de sus ojos, brillantes como las ascuas que guardaba dentro. Nuestra diferencia de tamaños no era abismal tampoco. Era tremendo sin discusión, pero no una ballena azul. Él y yo... éramos un ganso y un gorrión.

Y esa criatura extraordinaria me quería como mujer. ¿En todos los sentidos? ¿Debía preocuparme por mi zona pélvica? Sin duda debía preocuparme. Me había llamado "dracofílica", después dijo que le habían dicho que eso eran cuentos, para acto seguido y sin más información tomarme ahí mismo en sus fauces. No hacían falta dos dedos de frente para sumar dos y dos y deducir que la comunidad de dragones tiene sus propios fetichismos. Ahora que lo pienso, ¿no les encantaba raptar princesas? Uy, uy, uy. Y éramos como un ganso y un gorrión. Aunque también seres racionales. Y hablaba un sorprendentemente perfecto español.

No era imposible. ¿Por qué no? ¿Porque lo normal habría sido priorizar mi supervivencia? Claro, pero el caso era que todo esto de normal tenía más bien poco y, en cierto modo, yo ya me había dado por vencida y muerta. Mi motivación ahora, tras la vergüenza del Ea, ea, era disfrutar de la experiencia, fueran ocho días u ocho minutos los que durara viva. De perdidos al río. Mejor que ahogarse en un vaso de agua es bebérselo. Ya lo decía mi madre: Si tiene solución, ¿por qué lloras? Y si no la tiene, ¿por qué lloras? Quise hablarle. No supe muy bien cómo. ¿Cómo interactúas con un animal fabuloso que echa fuego por la boca? Sin embargo, después de haber empezado flirteando y continuado insultando la cosa ya solo podía subir.

- ¿Cuántos años tienes...? - se me ocurrió preguntar - ¿...mi flamante esposo?

El flamante cónyuge (nunca mejor dicho) pareció animarse ante mi interés. Y esto lo sé porque agitó la punta de su recogida cola contra el mar dorado del suelo y me salpicó de monedas.

- Más de los que puedes contar.

O era muy viejo o me tomaba por inculta. Nunca lo sabré.

- ¿Cómo te llamas?

Contrajo nuevamente esas grandes fosas nasales, expulsando un aire muy sonoro. Si lo hubiese conocido entonces como lo conozco ahora, habría sabido exactamente lo que pensaba mientras dejaba pasar los segundos en contemplativo silencio, pero ¿entonces? Se me ocurrió que se armaba de paciencia ante la pequeñez de mi cerebro y de existencia misma. Terminó por contestarme que los dragones no tienen nombre, a lo que yo repliqué que eso era poco menos que absurdo. Y él que si nosotros, los humanos, tenemos nombres porque no sabemos quiénes somos, mientras que ellos, los dragones, sí saben quiénes son, y por lo tanto no necesitan nombres. Eso era absurdo del todo. ¿Y cómo tenía que llamarlo? ¿Dragón? ¿Escamitas de mi corazón? ¿Saurio mágico de mi vida? Con un gesto de la cola que barrió otro montón del tesoro hacia mí, me alentó a llamarle como quisiera.

Creo que se arrepintió de darme tanto poder.

- Ruibarbo.

Otro silencio. Cómo iba a saber él que tengo por costumbre y antojo poner nombres comestibles a cualquier casilla personalizable que se me ponga por delante. Al último dragón de mi último videojuego lo había bautizado Perejil, y al último osito parlante, Jengibre.

- Eso no es un nombre. - repuso - Es una verdura.

- ¿No decías que vosotros, los dragones, no necesitáis nombres?

Abrió el hocico. Lo volvió a cerrar. Sus fosas nasales vibraron brevemente.

- ¡Entonces tú te llamarás Canela!

No me pareció mal. Era lo suficientemente ridículo como para hacerme sentir cómoda y, de todas formas, no tenía sentido usar mi verdadero nombre en un mundo de fantasía al uso.

- Ruibarbo y Canela. - sonreí un poquito - Es un buen nombre de pareja.

Y así comenzó nuestra vida como tal.

Siempre he dicho que moriría ipso facto en un apocalipsis zombi y equivalentes. Quién me iba a decir a mí que siempre me he subestimado. Pronto lo descubriría.

Continuará...

He tardado lo mío, pero finalmente está aquí. Tengo la intención de darme vidilla ahora que he terminado con mis menesteres. Mil gracias a todos los lectores que me habéis dejado vuestros inestimables comentarios en wattpad, ¡la verdad es que no me lo esperaba! Al tratarse de una historia original... Ojalá logre no defraudar vuestras expectativas. En el próximo capítulo por fin tendremos descripción de nuestra protagonista y del lugar en que se encuentra la extraña pareja.

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viernes, 11 de enero de 2019

El corazón de escamas 01 - Cuidado con lo que deseas


Estoy cansada de los fanfics y necesito un descanso de las fotonovelas, así que voy a experimentar con lo original. Esta idea surgió una noche de conversaciones locas porque a mí me dejas dos segundos y le prometo puntería a un soldado imperial.

Mi buen David Lara, truhán donde los haya, me lanzó un desafío indirecto: ¿que una historia de amor entre un dragón y una humana ni es posible ni verosímil? ¡Acepto el reto! La única norma autoimpuesta es que ninguno de los dos puede marcarse un Ariel y hacerse un cambio de especie, que eso es trampa.

Y heme aquí, porque no hay barreras para el romance. Empieza la Dracofilia.

Ni el tamaño.

Siempre he amado la fantasía, en todas sus formas. No me importa si es mágica o  científica, romántica o erótica, si es recta como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie o más retorcida que una escalera de caracol, este caprichoso cacho de carne que tengo por corazón le tiene hueco preparado.

Sí, mi relación con la ficción siempre había sido generosa, aunque esta solo me correspondiera con los sinsabores de una vocación sin futuro laboral. En aquel entonces, justamente, le estaba dedicando a la amorosa una tesis que finjo haber olvidado. Era joven, pero me sentía vieja. Tenía madurez intelectual, decían, pero emocionalmente lo que tenía era más inmadurez que las niñas. Mi natural siempre fue alegre, mi tendencia, ahogarme en un vaso de agua. Había amor en mi vida, había dolor, había pérdida de lo que no tenía. Sentía que todos avanzaban menos yo.

Ese día la lluvia derramaba sus cabellos transparentes sobre las tejas de la biblioteca histórica cuando traspasé su umbral, paraguas mojado en ristre. Iba rociando de agua la moqueta allí por donde pisaba sin remordimiento ninguno. Alguien había puesto por ahí un cubo de basura a modo de paragüero que yo ignoré muy fuerte, el historial de hurto paragüístico que se lo engordasen a otra. Mis húmedas huellas podrían haber conducido a cualquiera a la parte más recóndita de la biblioteca. Ni que decir tiene que la señora de la limpieza me tenía entre ceja y ceja, aunque nunca me lo tomé a lo personal, era ceñuda de nacimiento. Supongo que en principio no deberían de haberme dejado entrar con mis pertrechos de los días lluviosos, pero me tenían conocida y eran funcionarios.

La encargada del fondo centenario (allí éramos todo mujeres) me pasó los guantes, un atril astillado por las décadas y mis libros de investigación en él, para acto seguido salir al encuentro de su desayuno de mediodía. Creo que me despedí de ella, no recuerdo si me devolvió el gesto. ¡Qué curioso! Todavía recuerdo vivamente el peso de esos cinco tochos sobre mis brazos, el tacto de las yemas de mis dedos por las muescas de la madera añeja, pero no la cara de la señora a la que veía todas las mañanas que iba a documentarme. ¿Había gente aquel día? Puede. Puede que hubiese dos o tres. Puede que fuesen conocidos. Puede que intercambiásemos el mínimo estándar de la educación. La verdad es que no es importante, nada de lo que era mundano lo es ya. Dejó de serlo cuando miré y conté y me dije: Este no lo he pedido.

Era un códice encuadernado en cuero del bueno, del color del Medievo. No tenía título. A lo mejor lo que tenía era un aura maligna. Pero era un libro, así que lo abrí. El copista estaba hecho un artista, no había ni una línea torcida, ni una letra fallida... luego algo no cuadraba. Pero vamos a ver, por la gloria de mi madre y las zapatillas de mi abuela, qué iba a sospechar yo si era un puñetero libro. O sea que venga a pasar páginas, venga ahí sin miedo porque nada apaga las alarmas como un tocho antiguo... hasta que llegué al grabado. Un grabado de un dragón y lo que a todas luces era una dama, coloreados de modo poco habitual.  En lugar de los típicos verde lagarto y rubio princesa las escamas eran negras, y el cabello de la femenina silueta a sus pies iba a juego. Ella estaba de espaldas, él agachaba la cabeza hacia su mano extendida. Un grabado precioso. Paseé mi dedo por el cuello del dragón... En ese instante me llegó una notificación al móvil.

Me desguanté, lo desbloqueé, era un vídeo de gatitos. Volvió mi dedo, olvidé el guante.

Empezó con sangre.

Una. Sola. Gota. Sobre la dama.

Un escalofrío por las consecuencias legales y bancarias. El fugaz pensamiento de huir a México. La decisión inconsciente de irme más callada que una muerta y aquí no ha pasado nada esa mancha siempre ha estado ahí. Apenas si le dio tiempo a mi neurona a bailar ese vals.

La gota había empezado a hervir.

Burbujeaba encima de la página como si hubiera fuego dentro, la hoja se agrietaba... Y yo con ella.

De la yema del índice que me había abierto aquel quebradizo trozo de papel caía mi sangre. Goteaba, goteaba, goteaba, hasta que en lugar de líquido el corte empezó a expulsar humo. Humo rojo. Y yo sentí calor y miedo y frío y pánico al ver cómo las venas de me encendían y las veía arder por dentro. No sé qué hice. Gritar. Agarrarme al paraguas. Mi sangre era lava, un sistema circulatorio volcánico me estaba comiendo viva y se extendía desde mi dedo por la muñeca, el brazo, el codo, la axila, la arteria, al corazón. Me estaba evaporado.

Y me disolví.

Lo normal sería acabar aquí la historia, ¿no? Lo mismo opino. Imaginaos mi sorpresa cuando abrí los ojos y lo primero que vi, aparte de que tenía ojos, fue un mar de monedas de oro. Sip. Dos segundos antes era una langosta en la olla y luego ¡bum! ¡El sueño húmedo de un político! Me miré. Tenía brazos, tenía piernas, tenía el paraguas aún en mano y oro hasta donde alcanzaba la vista en un lugar oscuro. ¿Qué iba a hacer? Pues lo lógico y natural: proceder a nadar por el rico metal cual cierto pato multimillonario.

Ahora imaginaos mi respingo cuando quise hundir la mano y mira por dónde, una fosa nasal. Y voy a quitar la calderilla de ministro de alrededor y vaya, un ojo escamoso que, porras, se me abre en un tremendo iris rojo con la pupila como un cuchillo. El ojo parpadeó una, dos, tres veces, y del mar dorado emergió la negrura de una cabeza. Tal y como iba emergiendo yo me ponía en pie, así fue como averigüé que la cabeza tenía mi misma estatura.

- ¿Quién osa perturbar mi siesta? - dijo la voz cavernosa del que era, claramente, el dragón del grabado.

No me sobresalté demasiado que digamos, a estas alturas ya tenía asumido que obviamente estaba enlazando pesadillas y ese mastodonte reptiliano como que me lo confirmaba. Encantada de la vida apreté el paraguas contra mi pecho y empecé a dar pasos hacia ese pedazo de imagen onírica en alta definición, muy segura de mí misma. ¡Me había dormido sobre mi tesis! Embelesada estaba con las capacidades de mi sueño REM, con las endorfinas subiéndoseme por mi anatomía le extendí la mano para tocarlo y fui testigo del susto de don Cabezón, que acabó de salir de su billonaria piscina en un estallido de monedas que ni Zeus con la vendida de Dánae.

- ¡Bruja! - escupió el lagarto maleducado.

Le habría dado su merecido de no ser por el pedazo de cacho de trozo de detalle en miniatura de que acababa de inmovilizarme contra la tonelada monetaria con una garra que me cubría perfectamente el torso y lo envolvía sin sonrojo. Sus ojos me examinaban desde lo alto, como queriéndome demostrar la diferencia de tamaños. Cielos. Parecía ser que no tendría superpoderes oníricos porque mi subconsciente me odia, muy propio de mí, luego la conclusión más racional era que mi mente había optado por su cuenta y riesgo dramatizar una de las mejores escenas del cine protagonizada por un asno con mucha labia. A veces pasaba.

- Qué garras tan largas~. - susurré, acariciando una con la mano - Y qué suaves y estilizadas...

Las fosas nasales exhalaron un hilo de humo gris.

- ¿Usas el metal para lucir esas escamas tan lustrosas? - sonrisa - Tu negrura es como alas de cuervo~.

Guiño, guiño.

- Por las chispas de las brasas. - exclamó mi reptiliano amigo por respuesta a mis insinuaciones, perdiendo en el proceso la terrorífica apostura que una se espera de su especie - ¿Eres una dracofílica?

No atiné ni a decirle ¿perdona? Y el bicho debió de tomarse mi mirada embobada por un OH, SÍ.

- Me habían convencido de que no eran más que cuentos...

Ahí a lo que atiné fue a lanzarle un levantamiento de cejas de ¿TÚ vas a hablarme a MÍ de cuentos? Agitó su poderoso rabo como un gato a punto de saltar sobre un pájaro de los despistados.

- Muy bien. - decidió - Te tomaré como esposa.

Mi boca quiso cantarle un ¿quéeeee? de los largos, solo alcanzó a separar labio de labio lo justo y necesario cuando le vi arrojar una llamarada caliente al techo. Todo mi cuerpo sintió su calidez en el aire. ¿No eran esas muchas sensaciones para un sueño? Abrió las fauces tan de par en par como los platos que tenía yo por ojos... y con los colmillos todavía ardientes, muy lenta, lentamente, insoportablemente despacio, el hijo de su madre lagarta los aproximó a mí... me perforó la carne.

Empezó con sangre. Continuó con oscuridad.

Antes de desmayarme lo toqué, toqué las escamas de esa cabeza de mi entero tamaño, esa cabeza que tenía pegada a mi cuello, atravesada en mi torso. Sentí la humedad de la saliva que me recorría del hombro al ombligo, la lengua que se me enroscaba en el brazo que había quedado prisionero dentro de la cavidad bucal, lejos de los colmillos al rojo que me ensartaban pero inmóvil, por más espasmos que me lo agitasen. Olí el humo de mi carne cauterizada. Ahí perdí la cordura.

Siempre he amado la fantasía. Mentiría si dijese que jamás he fantaseado con ser amada por un ser de fantasía. No... Siempre estuve predispuesta a amarlo. Solo que una esperaría que su pretendiente sobrenatural fuera un vampiro, un hombre lobo o hasta un demonio, no un dragón como un yate de grande.

Mira que me lo decía mi madre: cuidado con lo que deseas.

Continuará...

Y hasta aquí la introducción al experimento dracofílico largo como la Biblia en verso. ¡Hasta el próximo capítulo! Ojalá os haya hecho gracia~.